En la despedida a la promoción 2015-2021 de Derecho y Dirección y Administración de Empresas
No hubo nunca un maestro que enseñara abiertamente la Felicidad, aunque es esta la reina de todas las demás ciencias
alejandro menéndez
Martes, 13 de julio 2021, 08:27
Quiero con las primeras palabras transmitiros mi sincera felicitación, que ha de extenderse también a vuestras familias y amigos, y especialmente a vuestros padres (o ... como se diga ahora). Aun siendo, sin duda, unos hijos modélicos, seguro que habéis redistribuido la «capacidad económica» de vuestros progenitores como no lo ha conseguido, ni por asomo, nuestro tortuoso ordenamiento tributario.
Os recuerdo que no ha sido la nuestra una relación convencional. Habéis entrado en mi casa y yo en la vuestra, aunque haya sido mediante cisco.webex. Destaco vuestro afán de superación, incluso al recordar la excelente letra del ordenador en los exámenes de la asignatura del segundo cuatrimestre, comparada con la letra a mano de los del primero. La alegría de la noticia de mi elección como padrino de vuestra promoción culminó otra anterior: la que me produjo el vencedor del último campeonato de liga. Y tengo presente que, en muy pocos días, cuando vosotros deis los primeros pasos de la que será, con toda seguridad, una brillante carrera profesional, yo estaré dando los últimos pasos de la mía.
Precisamente mi dilatada experiencia profesional me hace pensar que tal vez querríais escuchar de mí algo que os fuera «vitalmente» útil; porque de mi asignatura estoy convencido de que pronto algunos de vosotros sabréis más que yo. Querríais escuchar algo, en fin, que respondiera a lo que se refiere Aldous Huxley cuando observa que «no hubo nunca un maestro que enseñara abiertamente la Felicidad, aunque es esta la reina de todas las demás ciencias. Y ninguno de nosotros estudió, sino como un extraño, esas cosas que habríamos debido estudiar como goces propios».
Con un lenguaje más cercano, Woody Allen se plantea algo parecido en su deliciosa película «Manhattan» -en la que, por cierto, se alude a una fiesta de graduación-, cuando se pregunta ¿por qué vale la pena vivir?
El citado director de cine se refiere, en primer lugar, a Groucho Marx y a algunas películas suecas; por mi parte, yo añadiría algunas del propio Allen, de Berlanga y de Luchino Visconti. En deportes, Allen elige al tenista Jimmy Connors; en cuanto a mis preferencias deportivas, las conocéis sobradamente. En música clásica, Woody Allen escoge el segundo movimiento de la sinfonía «Júpiter» de Mozart; y yo me decanto por la «Serenade» de Schubert, pero tampoco olvido que para el compositor español Antón García Abril, recientemente fallecido, «la mejor música es el silencio». Woody Allen cree también que vale la pena vivir para poder contemplar algunos rostros, como el de la protagonista de la citada película, Mariel Hemingway; y yo opino lo mismo del seductor e insondable encanto femenino. Por último, en literatura Woody Allen elige una novela, «La educación sentimental», de Gustav Flaubert; y yo prefiero, como sabéis, a otro escritor francés: Marcel Proust.
Prosiguiendo con las respuestas a esa misma pregunta, no debéis desdeñar el valor del Derecho, cuyo significado más noble es apenas perceptible en nuestros días, oculto por los innumerables y con frecuencia indescifrables preceptos del derecho positivo. Sin embargo, refiriéndose a su mejor significado, Karl Engisch afirma que «el valor fundamental del Derecho, es decir, lo justo, no se encuentra por debajo del valor de lo bello, de lo bueno y de lo santo».
La búsqueda de aquello por lo que vale la pena vivir es también, entiendo, el argumento de la sin igual novela de Marcel Proust, como refleja su propio título: «En busca del tiempo perdido»; libro que es, sin duda, un estímulo para que emprendamos dicha búsqueda. No otra cosa reflejan estas palabras del citado autor y obra: «Cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. Y la obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que se ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido descubrir en sí mismo… Lo cual es, a su vez, la prueba irrefutable de la verdad del propio libro».
Lo dicho no es óbice para reconocer el limitado papel de la lectura, porque nuestra sabiduría alcanza donde termina la del autor o, en su caso, la del profesor, ya que no pueden transmitirnos más de la que tienen. A partir de ella, solo pueden provocarnos deseos: los que nos despierta reconocer en ellos el esfuerzo que les ha permitido alcanzar su sabiduría. Así pues, como escribe también Marcel Proust, «la lectura está en el umbral de la vida espiritual, puede introducirnos en ella, pero no la constituye… lo que significa que no podemos recibir la verdad de nadie, pero que podemos descubrirla por nosotros mismos». En todo caso, convendréis conmigo en que los libros son unos amigos con los que podemos estar siempre que lo deseemos -lo que no se puede decir de todos los amigos-; y también que, como es sabido, la atmósfera más apropiada de nuestra amistad con ellos, con los libros, es el silencio, que no la palabra, razón por lo cual entre el pensamiento del autor y el nuestro no se interponen nunca nuestros respectivos egoísmos.
Naturalmente, os deseo y auguro lo mejor, pero quiero recordaros esta aguda observación de otro genio de la literatura, Óscar Wilde, que, si fuera el caso, deberíais tener en cuenta: «Una persona inteligente se puede recuperar de un fracaso, pero ningún tonto se recupera de un éxito».
Se dice que todas las despedidas son tristes, pero pocas me lo han parecido tanto como la que refleja esta insuperable descripción del dolor de un adiós, que se encuentra también en la citada novela de Proust y que, por su sinigual belleza e intensidad descriptiva, deseo leeros. En su despedida, la amante que rompe la relación deja esta nota: «Te ruego que me perdones si te causo un poco de pena, pensando en lo inmensa que será la mía. No quiero llegar a ser tu enemiga, bastante duro me será llegar a serte, poco a poco, y bien pronto, indiferente».
Pero eso no será nunca así en mi caso, porque hay algo en lo que he tenido más suerte que Woody Allen y que debo deciros para terminar. Después de conoceros he sentido, no os quepa ninguna duda, algo nuevo por lo que me ha valido la pena vivir: el haber compartido con vosotros los meses de un curso inolvidable.
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