Comuneros
«Quizá nos integramos tanto en lo común que no tuvimos tiempo ni ocasión de generar una identidad diferenciada, que ahora ya no podemos invocar porque resultaría artificial o artificiosa»
Claro que va a ser una pena que este año, precisamente este año, la celebración del Día de Villalar vaya a estar otra vez teñida ... de distancia y de nostalgia, privada de calor popular y de afluencia, 'virtualizada on line' como tantas otras cosas. Otra vez porque ya es la segunda vez; pero es que esta vez se cumplen quinientos años de aquel episodio que constituye el motivo histórico de la conmemoración, lo que hubiera dado a la ocasión una especial relevancia.
Es cierto que hay precedentes remotos de la simbología de Villalar; cuentan las crónicas que, hace ahora dos siglos, cuando se cumplía el tercer centenario de la batalla, el 23 de abril de 1821, nada menos que Juan Martín, el Empecinado, acudió allí a honrar la memoria de quienes en el imaginario colectivo de estas tierras representaban la defensa de la identidad frente al imperialismo, los comuneros de Castilla. Así permaneció luego el recuerdo, siempre latente, de aquella derrota convertida en símbolo. Ya más recientemente, desde los años de la transición, la fecha del 23 de abril fue adquiriendo significado hasta ser declarada fiesta oficial de la Comunidad; más convulsa en los primeros años, un tanto afectada por el sesgo político después, más sosegada y compartida en estos últimos tiempos, siempre bulliciosa y reivindicativa, participativa y libre, en un ambiente que ha combinado la conciencia y la espontaneidad a partes iguales.
Así que esta vez no podremos celebrarlo como merece; parecería que, lo mismo que aquel 23 de abril de 1521 una lluvia torrencial impidió un desarrollo equilibrado de la batalla, con decisiva influencia en su desenlace, esta pandemia de ahora también estuviera impidiendo hacer visible la memoria colectiva. Y tal vez, a falta de presencia activa, sea más oportuna que nunca la evocación reflexiva: qué ocurrió allí, qué celebramos, cómo éramos, qué somos, qué queremos ser.
Debo decir que cada vez que me aproximo intelectualmente al 'movimiento comunero' me asalta una cierta prevención, fácilmente explicable: por más que he leído y consultado la opinión de los historiadores sobre el verdadero significado de aquella revuelta no he conseguido hacerme una idea suficientemente completa o exacta.
Hay una tendencia, quizá predominante, a interpretarlo como una reacción popular de defensa de lo propio frente al ímpetu extranjerizante del emperador Carlos, que vino de Flandes sin saber castellano y rodeado de una corte plagada de foráneos ambiciosos y altivos; un 'levantamiento frente al invasor', en el sentido clásico del término, azuzado por alguna tropelía de los imperiales, como fue el asedio de Segovia o el incendio de Medina del Campo, hechos que sumaron adeptos a la causa iniciada en Toledo y Ávila. Hay quien defiende que se trató más de una resistencia de élites locales, nobles y clérigos, en defensa de privilegios de corte medieval, fueros y autonomías que garantizaban posiciones de dominio económico en las ciudades, que veían amenazados por las pretensiones de control de la nueva corte imperial. También hay quien lo explica con argumentos mucho menos sublimes: el emperador debía hacerse cargo del Sacro Imperio Romano Germánico y antes de viajar a Alemania forzó cuantiosas exacciones fiscales en reuniones de las Cortes de Santiago y Coruña. Corría el año 1520, y las malas cosechas y la pandemia del momento, la pugna por el control del comercio de la lana entre mercaderes y gremios, y la inestabilidad política avivada por la situación de la Reina Juana, hicieron el resto. Las peores circunstancias para agravar la presión fiscal, justificada además por una causa poco compartida. Quienes defienden esta tesis hablan de una excesiva mitificación, idealizada con elevada emotividad sentimental, de lo que era principalmente una sublevación tributaria; circulaba por entonces un gracioso dicho popular muy expresivo, que lo dice todo: «ducado de a dos, ¡sálveos, oh Dios!, que Mesié de Chiévres no topó con vos» (el ducado de a dos era la moneda más preciada de la época y Monsieur de Chiévres una especie de jefe de gabinete del emperador). Y hay quien concede al movimiento comunero carácter de avanzadilla histórica de las revoluciones burguesas del siglo XVIII, una especie de pequeña revolución francesa en la que una parte de las capas populares del momento y de los mercaderes locales se aliaron contra la amenaza del absolutismo y la nueva nobleza, sumando a la causa una mezcla de libertad, tradición, autonomía local, defensa de lo propio e identidad. Y hasta es posible que haya algo de todo ello, amalgamado en la historiografía y en la pluralidad metodológica que se puede aplicar al estudio del pasado, como a los demás saberes.
Lo cierto es que para quienes sólo somos aficionados en el conocimiento de la historia, lo que no ofrece duda es que aquellos sucesos, a partir del trágico final de los líderes comuneros y de la represión posterior, que se disfrazó con el 'perdón general' que el emperador decretó al año siguiente en Valladolid, dieron al movimiento comunero un simbolismo que ha permanecido hasta la actualidad. Y hoy es el día en que celebramos una derrota, pensando que cambió el curso de nuestra historia; y hoy es el día, aunque creo que cada vez con menos angustia, en que aún elevamos nuestra queja, un tanto resignada, dirigida hacia lo que pudo haber sido y no fue, aunque no sepamos muy bien cuál es el alcance exacto del lamento, una especie de añoranza tenue de una identidad perdida. Porque este es el otro debate que arrastramos, qué somos, por qué no 'gozamos' de hechos diferenciales que alimentan la reivindicación, y a menudo la ventaja, como otros; por qué, mayoritariamente al menos, somos primero españoles, luego de Ávila o de Zamora (y de las siete provincias restantes) y, bastante al final, de Castilla y León, o sólo de Castilla, o sólo de León, que de todo hay.
¿Tiene todo esto algo que ver con la derrota de los Comuneros? ¡Pues no sé qué le diga! Yo creo que no mucho, pero tampoco estoy muy seguro. Quizá venga de antes, de esa larga época en la que, según la discutida frase de Ortega y Sánchez Albornoz, «Castilla hizo a España y se deshizo en España»; quizá nos integramos tanto en lo común que no tuvimos tiempo ni ocasión de generar una identidad diferenciada, que ahora ya no podemos invocar porque resultaría artificial o artificiosa. Pues si es así, dos consecuencias finales: la primera, que nuestra Autonomía, a falta de una legitimidad identitaria que la justifique de antemano sin discusión, se legitimará en la medida en que sea útil para la solución de los problemas de quienes vivimos aquí; la segunda, que no sirve de mucho cultivar el lamento, ni la frustración, ni la nostalgia del «por qué no somos», mirando al pasado. La historia no vuelve ni podemos cambiarla; lo único que podemos cambiar es el futuro.
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