Cataluña y la existencia de Letonia
«A la cabeza del futuro estarán aquellos países y sus gobiernos que no pretendan someter a sus ciudadanos en nombre de una nación para formar parte de ellos»
Letonia es un país báltico con 1.925.800 habitantes y 64.589 kilómetros cuadrados (el doble que Cataluña) y ocupa llanuras bajas con amplios ... bosques y abundantes ríos. Con esas características ha estado bajo el dominio de diversas naciones extranjeras vecinas (Suecia, Polonia, Rusia, Alemania) y proclamó su independencia en 1918 aprovechando el vacío de poder creado al finalizar la Primera Guerra Mundial. La independencia duró hasta 1940 cuando fue invadida por Alemania y, posteriormente, por la Unión Soviética que la incorporó como una de sus repúblicas, hasta el hundimiento del bloque del Este. Aprovechando el nuevo vacío de poder, proclamó su independencia nuevamente en 1991.
En 2004 se incorporó a la Unión Europea y a la OTAN y desde 2007 carece de servicio militar obligatorio, a pesar de su evidente vulnerabilidad. Tras su nueva independencia, fiel a la idea del «nacionalismo romántico», para recuperar su identidad restringió la ciudadanía a la población rusa (26%), de modo que se consideran ciudadanos letones los llegados antes de 1940 y su descendencia; los incorporados posteriormente son «no ciudadanos», situación que afecta al 11% de la población. En el mundo global que vivimos, a un observador externo puede inquietarle esta discriminación, pero no a un nacionalista.
La historia parece indicar que la existencia de Letonia depende, más que de ella, de un contexto geopolítico favorable. No son tranquilizadoras las ambiciones imperiales de Putin y confía en el paraguas protector de la UE y la OTAN. Curiosamente este país, tan vulnerable objetivamente, desarrolla un modelo de administración digital de conectividad 5G, basada en la tecnología blockchain, que incluso posibilita la creación de una moneda digital. En el contexto español, Cataluña siempre ha buscado un papel innovador que no podía ignorar el potencial de la revolución rigital, de modo que desarrolló el Proyecto Internet Cataluña (2001- 2007), bajo la dirección de Manuel Castells, el ministro teórico de la sociedad informacional.
Con el conocimiento de la nueva brecha tecnológica global, la experiencia letona llamó la atención del independentismo catalán, que decidió montar una estructura administrativa 'oculta' para facilitar la 'desconexión' respecto al estado español, una vez declarada la independencia y tras 'imponer' su calendario de salida. La fascinación por un nuevo mundo feliz de un estado digital le lleva a afirmar a Joan Esculler, según su visión de la teoría de las 'Comunidades Imaginadas' (1983) planteada por Benedict Anderson, que «los estados-nación han tenido una época de dominio estelar como organización política, pero incluso aquellos que con sangre y fuego, burocracia, comunicación y escolarización lograron construir una comunidad imaginada para todo su territorio hoy están en retroceso…
A la cabeza del futuro estarán aquellos países y sus gobiernos que no pretendan someter a sus ciudadanos en nombre de una nación para formar parte de ellos, sino que trabajen para unirlos bajo el paradigma de valores universales y del bienestar común». Parece un entusiasmo rousseauniano producto de un romanticismo digital, ajeno a la estructura controladora del estado digital, que se diluye en gobiernos tan 'beatíficos' como sus ciudadanos. Un discurso ajeno a la realidad tangible, que propicia la irrupción 'soberana' de la inteligencia artificial y la hegemonía de grandes estados, uniones de estados o bloques, esbozada por Samuel Huntington y el mundo multipolar del 'Choque de Civilizaciones'.
En los últimos tiempos vemos cómo se reconstruyen situaciones que recuerdan a la pasada guerra fría, cómo se vive una soterrada guerra digital con ciberataques de incidencia creciente y cómo la vieja retórica propagandista es sustituida por la difusión de falsas noticias en el marco de una guerra de desinformación. Rusia no olvida a los países bálticos, ni la Ucrania del conflicto cronificado. Tal vez por ello aumenta su presencia intimidatoria y necesita escenarios de distracción como mostraron las elecciones norteamericanas, incluso en el falso referéndum catalán.
Tampoco puede obviarse la preocupante deriva de los USA de Trump, finiquitando acuerdos de limitaciones de armamento. No parece que sea momento de pequeños países modélicos, ni que la UE y su sociedad de bienestar necesiten fragmentarse para sobrevivir en pequeñas comunidades ideales; el 'brexit' es una experiencia tristemente esclarecedora sobre la insensatez política y la apoteosis nacionalista, traducida en movimientos independentistas que actúan como 'troyanos' socavando la UE. Evitarlos es básico para la supervivencia de una Unión, cegada en su tibieza ante el esperpento 'flamenco' de Puigdemont en Waterloo.
La construcción de esas 'admirables' comunidades, que pasan de ser imaginarias a realizarse en territorios irredentos, no es un fenómeno tan pacífico, ni tan integrador en su Territorio Real. Dentro del mundo feliz que desarrolla el 'nacionalismo romántico', encaja el pensamiento de Quim Torra y compañía para depurar, de la población de raíces catalanas, a los charnegos de aluvión, llegados especialmente durante el franquismo, buscando las oportunidades laborales de Cataluña… Pero no debe ser una sorpresa, pues se apoyan entre ellos, ya lo hacen en Letonia y nadie dice nada, pues la OTAN no quiere población rusa en su territorio.
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