El castellano del paraíso
Quien no ha escuchado a toreros, caballistas, criadores, vaqueros y mayorales adentrarse en la noche al calor del fuego hablando de lo suyo, que es lo nuestro, sencillamente desconoce uno de los registros más intensos del castellano
Comarca de Ledesma, corazón puro del campo charro, donde los ruidos se apagan y los murmullos se encienden, mañana desapacible con la letanía del invierno ... acogiéndonos en el abrazo de un viento helado. Pedro Gutiérrez Moya, en los carteles 'el Niño de la Capea', torero legendario, ganadero que ha revivido la estirpe brava de los murubes, hombre de mirada cristalina, mano tendida y corazón generoso, encina y roble, los pies en la tierra pero los sueños intactos, me salió al encuentro con gesto de satisfacción, orgulloso de sus toros.
Al fondo, los caballistas, entre los que enseguida distinguí a sus hijos: Pedro Capea, torero de voluntad mineral y muletazos con la cadencia de un saber asolerado, triunfador esta temporada en algunas de las plazas que más me importan, como las de Béjar o Guijuelo; y Verónica, hija, hermana y mujer de torero, amazona en la delicadeza de cuyo brío resplandece la llama de los arcángeles. A su lado el Juli, mirada de águila; Miguel Ángel Perera, que con la muleta desborda las posibilidades de las quimeras; o Diego 'el Pajito', una institución en el mundo de los caballos. Suma y sigue, poco a poco van llegando ganaderos, apoderados y diestros de la flor y nata del bravo, como Justo Hernández (Garcigrande), Domingo López Chaves, Juan Ignacio Pérez Tabernero (Montalvo) o José Ignacio Cascón.
La ocasión lo merecía, porque era de las grandes: tentadero de machos en Espino Rapado, con 41 erales en liza, y qué erales, si acaso uno en entredicho frente a diez o doce sobresalientes, la mayoría acudiendo al caballo desde muy lejos y besando la hierba desde veinte metros antes de llegar a la jurisdicción del varilarguero, volviendo y volviendo, incansables, con un son acompasado y sostenido, sin un mal gesto. Me extrañó que Pedro no apuntase nada.
Y se lo comenté por la tarde: «Pedro, no tomabas ni una nota ...». Respuesta de torero, siempre con las palabras justas: «Las libretas solo guardan lo que nace para el olvido». Y al instante prendió una conversación de detalles, con el tentadero revivido novillo a novillo, lance a lance. Quien no ha escuchado a toreros, caballistas, criadores, vaqueros y mayorales adentrarse en la noche al calor del fuego hablando de lo suyo, que es lo nuestro, sencillamente desconoce uno de los registros más intensos del castellano, palabras engendradas desde el arcano de una intemporalidad de bramidos. La lengua del paraíso del campo bravo.
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