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Predeciblemente impredecible, Robert Prevost se ha esforzado, desde sus primeras palabras, por mostrarse como un papa que apuesta por representar la esperanza de occidente desde ... el lugar que ocupan en el mundo Europa y América, cuyo liderazgo los propios Estados Unidos, con su lista de presidentes dañinos de los últimos años, han renunciado a ejercer. El envite de recuperar los valores que la Roma eterna simboliza para el mundo, en la senda de lo que Juan Pablo II dijo en voz baja cuando estaba en sus últimos días: llevamos dos mil años de incapacidad de la Iglesia para preservar la autenticidad del mensaje de Jesús, para interpretar sus valores de solidaridad, igualdad, fraternidad y fe en una humanidad permanentemente herida y amenazada por ella misma.
Se llama Robert Prevost y ha elegido el nombre de León XIV sin duda con la idea de recuperar la alta simbología que en su tiempo representó León XIII, el autor de 'Rerum novarum' (acerca de las nuevas cosas), la encíclica en la que denunciaba la esclavitud de los pobres a manos de unos pocos ricos, abogando por los salarios justos y la organización obrera, desde el espíritu de la Iglesia y frente a otras fórmulas como el socialismo o la propia indefinición de las democracias liberales. Un mensaje que cabe reinterpretar y actualizar en profundidad, en un momento del mundo en el que las 'nuevas cosas' (la degradación política, la deshumanización, la descomposición ética, moral y cultural o la propia involución de la especie) exigen nuevos puntos de vista a una institución que aspira a formar parte esencial no solo de esa Europa y esa América que constituyen el núcleo de occidente, sino de todo el planeta.
Cuatro votaciones para un mensaje de confianza: «El mal no prevalecerá». El camino que dejó abierto Francisco y que él mismo apenas fue capaz de seguir: la denuncia de la pobreza y la desigualdad y la búsqueda de la paz. Esa paz «desarmada y desarmante, humilde y perseverante». Y otro signo que no se le ha escapado a nadie: su saludo en español y no en inglés, su lengua materna. El italiano de Roma y el castellano de España, pero también y sobre todo el español de América, incluidos esas decenas de millones de hispanohablantes de los Estados Unidos que representan el futuro de nuestra lengua y nuestra cultura.
Conciliador y tímido, al contrario que el facundo Francisco, León XIV se manifiesta como el llamado no solo para dar continuidad al trabajo de su predecesor, sino también para cerrar el proyecto que diseñó Juan Pablo II antes de morir. Y que de manera taxativamente inédita (con sus relevos, sus renuncias, sus complementariedades) representaron Benedicto XVI y Francisco. El primero, redefiniendo la fe. El segundo, tratando de extenderla lo máximo posible entre una iglesia con minúscula, concebida como asamblea, como pueblo, como humanidad.
León XVII, al que algunos han bautizado como 'el papa misionero', viene con una misión: resolver algunos de los grandes problemas que impiden a la Iglesia encarnar plenamente ese espíritu que hoy necesitamos más que nunca, con los Estados Unidos derrotados, Europa desconcertada e Hispanoamérica en permanente proceso de avance y retroceso de sus realidades nacionales. Entre todos esos problemas, quizás dos: la igualdad de la mujer y la verdadera capacidad Roma para influir en un mundo que la desidia de occidente ha permitido que se gobierne desde oriente. Desde esa nueva 'religión' que, vestida de confucianismo, lidera de manera indiscutible la China de Xi Jinping. No es tarea fácil ni hacia dentro ni hacia fuera, hacia arriba ni hacia abajo, la de refundar la esperanza en algo más que los valores materiales de los seres humanos, mercancías o algoritmos perdidos en sí mismos. Nuevas cosas que requieren un nuevo espíritu por parte de la Iglesia. Por parte de todos.
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