Picapedreros por la paz
Crónica del manicomio ·
«De repente, nos despojan de los valores más antiguos, sobre los que fiábamos la convivencia y la moral»Queda claro que el estado de guerra es la condición natural del homínido. Una idea diáfana e inmensa que por estos pagos habíamos perdido. Ahora ... ha vuelto a convertirse en una consideración que nos encoge. Cuando suena un cañonazo hay un efecto inmediato de retracción, de frontera y de nacionalidad. Nos replegamos tras una trinchera, nos arropamos con cuerpos vecinos y desplegamos las banderas para darnos a conocer. Sin que nadie nos lo pida nos uniformamos. Y ante los muertos, que son los testigos más clarividentes, nos fijamos primero en su ropa para saber a qué bando pertenecen y, de paso, tratar de averiguar el origen de los disparos.
La guerra nos mira a la cara. Y durante la guerra, según Hobbes, «la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Podríamos añadir que la vida se solidifica y se convierte en un cerco macizo y estrecho. La gente se agrupa y construye células compactas y cerradas. Construye pequeños nudos humanos que a su vez se integran en dos bloques: el de los amigos y el de los enemigos. Todo vuelve a la dualidad, al maniqueísmo y al binarismo extremo. Retorna al comienzo.
De repente, nos despojan de los valores más antiguos, sobre los que fiábamos la convivencia y la moral. Por no mencionar los valores nuevos, que de una patada vuelven al muro donde permanecían clavados. Valores rescatados durante la Baja Modernidad que hemos ensalzado sin reservas hasta confundirlos con la libertad. No sabemos qué va a ser de la globalización, la cultura líquida, el elogio de la superficie, el saber fluido o la identidad queer y sin binarismos. A nuestro pesar, corremos el riesgo de que todo se vuelva rudo, pétreo y consistente. Ausente de elegancia y flexibilidad.
Sin saber muy bien por qué, pues la existencia del enemigo y del odio carece de fundamento, todo se vuelve rígido y obtuso, como si la guerra con su ardor congelara la tierra. Ya no hablamos de transversalidad, de deslizamiento o de horizontalidad. De un golpe el mundo es devuelto a la verticalidad, a la jerarquía, al espíritu militar.
Los bloques suenan a barbarie, a choque, a impacto. Huelen espantosamente a verdad. Apestan a unidad. Durante el combate el ambiente mental y moral se contamina y se embadurna de carne y de piel. Luego vendrá la postguerra y toca baldear, enjuagar, espumar y purificar para que, en cuanto sea posible, volvamos a empezar. Hoy hemos despedido el servicio de limpieza. El planeta se ensucia sin tregua. En el curso de un arrebato lúcido, Nietzsche escribió que «los hombres acaso lleguen a comprender cada vez más claramente que una humanidad tan hipercivilizada y en consecuencia lánguida, como es la de los europeos de hoy, tiene necesidad, no ya de guerras, sino de las guerras más grandes y terribles».
Picar bloques, moler piedras y desmigar fósiles son las tareas que identificamos con la paz. ¡Picapedreros por la paz!
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