

Secciones
Servicios
Destacamos
Dice mi mujer que me cuesta mucho llorar. No es cierto. Simplemente, es algo a lo que intento no recurrir. Por oportunidades, podría llorar cada año que desciende el Pucela. Y el torrente sería disparatado, claro. Además, soy bastante transparente. Cuando estoy bajito, pese a ... mi altura de alero jugón, se me nota la tristeza de aquí a Ataquines. El caso es que no atiendo a ese desahogo. Mi alivio me lo procuran mis amigos. Suelen ser mis psicólogos y cobran en copas y vino. Barato. No sé si es raro lo que cuento. Tampoco suelo decir «te quiero» indiscriminadamente, como los que se despiden por teléfono y lo dejan caer como una muletilla habitual y carente de ningún énfasis. Y, a pesar de eso, a mi esposa la quiero mucho. Será por lo que cuentan que nos caracteriza a los de aquí, lo de ser para dentro, aunque no lo creo porque, entonces, cortaríamos las llamadas con un seco «adiós», un «hala» o un «venga». No sé…
Abundando en lo de más arriba, lo de las lágrimas me cuesta. Puede que sea porque hace mucho que aprendí a no sujetar algo que raspa el alma durante demasiado tiempo. Consiento que venga y pase un rato a mi lado, pero no dejo que se quede a dormir. La última vez que lloré ya no era un chaval. Crecí asumiendo aquella mentira que cantaba que los hombres viven los lamentos en la intimidad; que se puede pestañear de las Angustias a la Catedral, como mucho, y a partir de ahí a seguir viviendo. La última vez que lloré no esperaba tener cristales en la garganta. Más bien, estaba cerca de pasar un Malleolus, o de abrir ese Pingus carísimo que se reserva para las ocasiones especiales. Pero esperas y esperas y, de tanto esperar, el aplazamiento colapsa por circunstancias caprichositas. Y el vino se queda en la caja, las copas empiezan a cubrirse de polvo y tú sólo quieres que pase el tiempo para poder volver a planear cuándo aterrizar de nuevo en esa botella.
La última vez que lloré no fue por dolerme nada. No me costó, en realidad. Fue muy natural y muy necesario. El telón cayó. Alguien soltó las cuerdas que lo sostenían. Un accidente, una lástima, cosas que pasan. Y yo, con fuerzas de gominola y semblante de seguridad vacilante, agarré el asunto por las solapas como Sancho agarra a los malos en las novelas de César. Dejé que las lágrimas me abordaran los momentos justos para hacer su cometido. Y ya. Sin regodeos ni caer hasta tocar fondo para, después, levantarme con el impulso. Eso, parece que no, pero también cuesta.
Noticias relacionadas
La última vez que lloré no prometí pijadas, como hacía con veinte años tras un desengaño. Ni porqués, ni quejas huecas e inmaduras. Dejé que el aire se llevase la rabia, como la tormenta de marzo mece el cereal en la Vega Valdavia. Y, al acabar, apreté las manos y volví al camino. No tuvieron que recetármelo, como hacen con los jubilados a los que prescriben, para que les siga latiendo la patata, paseos diarios desde la Plaza Zorrilla hasta El Trébol. La alternativa era quedarse en un rincón oscuro de casa, de esos que dan al norte, y seguir llorando. Y ya les he dicho que soy tan poco de llanto como de recovecos sombríos.
Así que a mi mujer le he regalado un vestido florido y un libro carente de melancolía; he quedado con mis amigos, los sagaces terapeutas, siempre que he podido; he comido más de lo que debía pero con la compañía que necesitaba y la calidad que demandan las reuniones dignas de recordar. Porque quedan diez minutos para la primavera y media hora para el verano. Ese trocito que no pasa, el de la congoja, va a seguir ahí para quien lo sufre muchas semanas, pero la función de la que somos protagonistas sigue en cartel. Y usted no viene a ver llorar al de las letras luminosas.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.