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Febrero no pinta casi nada en el calendario. Se esconde en lo más frío del crudo invierno, entre un enero de seiscientos catorce días y ... ese marzo que no termina de darnos los rayos de sol que promete. Y claro, entre tanta aspereza uno se pone melancólico total, se convierte en un trasero de asiento incómodo y enfoca en lo que le parece que va fatal en este mundo abyecto. No es para tanto, les adelanto. Además, tengo la certeza de que todo vuelve si se le da el tiempo prudente para crear una versión mejor de sí mismo o si pasan los años suficientes para quitarse de encima la pátina de horterez que cubre aquello que una vez fue moderno o recurrente.
Háganme caso en esto. Los menús de las bodas, después del equivalente a una glaciación vertebrada por gyozas, ceviches, tartares y minihamburguesas, van a volver a opciones culinarias como los entremeses. Sé que los de más edad están rememorando aquel revoltijo de mortadela, jamón serrano, croquetas y un volován de yo qué sé con una aceituna en todo lo alto, y la mayoría preferiría que semejante engendro en forma de entrante no volviera jamás a nuestras vidas. Pero ya les advierto que sólo hace falta que dos famosillos con algo de fuste y una portada en alguna revistucha lo traigan a la palestra para que todo quisqui vuelva a darle su lugar en la mesa. Y subo la apuesta, por ahí se llega a los espárragos dos salsas y al cóctel de marisco en copa de champán con las gambas colgando como la ropa húmeda en la cuerda.
Se están riendo e insisto en que no ven el peligro. No sé si se acuerdan de las peras al vino, el postre más ofrecido en los ochenta y más rechazado en el orbe civilizado. Pues el otro día las encontré en una carta en primer plano, sin disminuir la fuente ni nada. Ojo con esto, que nos asustamos por lo de Trump y nos callamos el boquino con invasiones subrepticias de este calado. De aquí al pijama hay un paso, y el colegio de nutricionistas debería ponerse manos a la obra para prohibirlo radicalmente. No hay otra con un postre que une flan, tarta, melocotón en almíbar, helado y no lleva más cosas porque se caerían del plato. No le estamos dando la importancia que tiene, y verán el día en que Brad Pitt, Mario Casas o Resines salgan en un anuncio dando cuenta de uno de estos cucharada a cucharada. Volverá, que decía Dani Martín.
Tengo más ejemplos de productos que quedaron demodé y empiezan a ganar terreno en pleno primer cuarto del siglo XXI: han vuelto los vinilos, los pantalones de campana y a los vaqueros pesqueros les ha dado tiempo a regresar e irse otra vez (espero que para siempre). Así que no le den la espalda a que los filetes rusos, que siempre estuvieron mucho más ricos y jugosos que el invento yanqui de la carne picada (Largo Caballero debe estar relamiéndose de gusto en su tumba mientras escribo esto, maldita sea), retornen a las cocinas en breve.
Acuérdense de este articulista cuando resuciten los cigarrillos sueltos, resurjan las uñas cortas para las mujeres o en sus panaderías de confianza reaparezcan bollos como aquel triángulo de chocolate o el interminable cuerno relleno de crema de cacao. Si no me creen, echen un vistazo a la parrilla televisiva vespertina y verán un remedo del clásico 'diario de Patricia' con sus citas espontáneas, reclamaciones familiares y agradecimientos improvisados presentado ahora por Jorge Javier Vázquez y renombrado, con vasta originalidad, como 'El diario de Jorge'. Cinco años de carrera y un máster en publicidad para eso, chavales, bravo.
Cuidado con lo que desean, que a aquello de lo que abominan por pasado de moda le restan escasos minutos para ser tendencia. Pero si hasta ha vuelto Melody, ¿aún no lo comprenden? Ríndanse antes de volver a encontrarse a la tuna pasando la gorra en las comuniones. Aunque, realmente, yo lo único que espero que se vaya y no vuelva son los Crocs. Háganme el favor.
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