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El escritor, pensativo, delante de un retrato suyo colgado en su domicilio vallisoletano. Fundación Miguel Delibes
Malestar en la cultura, malestar en el progreso

Malestar en la cultura, malestar en el progreso

El pensamiento de Miguel Delibes ·

La tensión irresoluble entre tecnología y naturaleza, civilización e instinto, individuo y sociedad, marcan la trayectoria literaria y las reflexiones del escritor

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Sábado, 12 de diciembre 2020, 08:40

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Es probable que Miguel Delibes leyera 'El malestar en la cultura' (1930), de Sigmund Freud, aunque no haya sido posible verificarlo. Su hijo mayor, Miguel Delibes de Castro, sí confirma que durante un tiempo fue muy aficionado al psiquiatra vienés, si bien le recuerda sobre todo analizando sus propios sueños, que le desconcertaban, a la luz de las ideas de Freud. Como finalmente no logró corroborarlas, terminó perdiendo el interés. Pero esta anécdota refleja que Delibes estaba familiarizado con las tensiones esenciales que el psicoanálisis plantea entre la conciencia aparente y los misterios que bullen por debajo, en la trastienda oscura del individuo. Así como tampoco era ajeno a la pugna entre civilización e instinto, que Freud desarrolla de forma específica en la obra citada, donde defiende que es un conflicto estructural del ser humano, sin solución posible, en el que solo caben reajustes provisionales entre los polos en tensión.

Tales planteamientos tocan directamente la línea de creación literaria y de pensamiento del novelista vallisoletano, que está marcada por el conflicto entre individuo y sociedad. Pero no solo entendido desde el punto de vista político –el hombre reprimido en su libertad por el poder– que también aparece en su obra. En Delibes tiene más peso dramático y literario el conflicto entre cultura e instinto, que se despliega en otros dos ejes de oposición: vida urbana frente a vida rural, y, sobre todo, naturaleza y progreso. Y en todos los casos late en el novelista vallisoletano una cierta conciencia fatalista de que la armonía perfecta, aunque estemos obligados a buscarla, seguramente no la alcancemos nunca.

Pocos escritores habrán desvelado con más naturalidad y convicción la doble cara del progreso: su capacidad generadora de bienestar material y su potencia destructora de calidades humanas. Y esto es así porque pocos como él han comprendido el valor sanador y reconciliador de ese mundo natural, del instinto y lo salvaje, al que ha dedicado una buena parte de su obra, por muy diferentes caminos y con distintos propósitos.

«La conciencia de la muerte genera un desajuste, un desacoplamiento, que instala al animal humano –con un pie en el mundo de los instintos y otro en el de la cultura– en un estado de insatisfacción irresoluble»

Vidal Arranz

Pero la idea nuclear es la de insatisfacción, malestar. La primera angustia nace con la conciencia de la muerte; esa es la angustia primordial de la que nacen las demás, y que en Delibes hallará acomodo en su primera y premiada novela, 'La sombra del ciprés es alargada' (1948), aunque le acompañará siempre. Pero es que, además, la conciencia de la muerte genera un desajuste, un desacoplamiento, que instala al animal humano –con un pie en el mundo de los instintos y otro en el de la cultura– en un estado de insatisfacción irresoluble. Contra este malestar cabe rebelarse, pero, en última instancia, hay que aprender a conllevarlo. Algo que Delibes logra, por un lado, a través de la religión y la familia, que le proporcionan consuelo y alegría de vivir, y, por otro, a través de la caza, que le reconcilia con su ser primitivo, instintivo y primordial. La caza es una forma de escapar del malestar de la ciudad para recuperar, siquiera sea por unas horas, su dimensión de hombre paleolítico.

«En mayor o menor medida, el corsé de la civilización nos oprime y embaraza a todos» –explica el escritor en el 'Libro de la caza menor' (1964)– «y este hecho nos brinda una congruente oportunidad para reflexionar sobre el sentido de la vida del hombre: si esto que hemos dado en llamar progreso no es, en puridad, regreso; si el progreso no consiste, tal como hoy lo entendemos, en hacer cada día más tupida la cortina que separa al hombre de los goces naturales, de las exigencias primarias de los instintos». He aquí formalizado el conflicto apuntado por Freud. Pero lo que Freud presenta como una tensión estructural, inherente a lo humano, Miguel Delibes lo ve como consecuencia de la irrupción corruptora del progreso, la tecnología. Delibes cree haber hallado un culpable. Pero no le sirve de consuelo, porque a su culpable no se le puede sacar de escena.

El novelista vallisoletano, en una imagen de sus años de madurez.
El novelista vallisoletano, en una imagen de sus años de madurez. Cacho

Y ¿en qué consiste esa vida natural, hasta cierto punto salvaje e instintiva, que añoran el ciudadano Delibes y su alter ego el escritor? En un modo distinto de relacionarse con el medio natural, y con los demás. Se trata de ser capaz de convivir con el entorno de un modo denso, significativo, de manera que cada lugar, cada espacio, cada animal incluso, tengan significado para el hombre, le recuerden algún episodio de su vida, alguna emoción o vivencia. Consiste en disfrutar de la sorpresa de lo cambiante, de lo vivo y dinámico, pero que responde a unas reglas que se pueden conocer y merece la pena conocer. En relación con los otros, lo que se añora es una cierta naturalidad, la capacidad de ser uno mismo sin fingimientos sociales, o con las mínimas veladuras posibles. Es un mundo de espontaneidad amenazada ajena a las artificiosidades de la cultura urbana.

El cazador paleolítico

El mundo de la caza resume a la perfección muchos de estos conflictos de los que se hace eco el novelista, y que ha reflejado en un buen puñado de novelas ('Diario de un cazador', 'Las ratas', 'La caza de la perdiz roja', 'Los santos inocentes'…) o trabajos más ensayísticos ('El libro de la caza menor', 'Con la escopeta al hombro', 'Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo', 'Mis amigas las truchas').

Fue el filósofo José Ortega y Gasset el que primero reflexionó sobre la peculiar atracción que esta actividad despierta en el hombre moderno y llegó a la conclusión de que le permite retrotraerse, durante un tiempo, a su condición de hombre primitivo, paleolítico. Es decir, es la pelea, la lucha, la batalla campo a través, en un combate equilibrado, la que permite desgarrar temporalmente esa «tupida cortina» de la que hablaba Delibes, y que no es otra que la barrera que imponen el lenguaje y la conciencia. Y es que la tarea principal de la cultura es, justamente, esa: crear un espacio para lo humano distinto de lo animal. La civilización no es otra cosa que el proceso mediante el cual el animal pensante se va despegando de sus condicionantes instintivos, y de su hermandad respecto de las otras especies, ganando cotas de autonomía frente a 'lo natural'. Cosa distinta es determinar hasta dónde puede llegar ese proceso. Delibes intuye que ya nos hemos despegado en demasía y que eso perjudica por igual a la naturaleza y al hombre. Y es una intuición poderosa que afecta no solo a la ecología, sino también a la antropología. Al escritor le preocupaba la acelerada deriva materialista de la sociedad, que resumió así: «Al teocentrismo medieval, y al antropocentrismo renacentista ha sucedido un objeto-centrismo que, al eliminar todo sentido de elevación en el hombre, le ha hecho caer en la abyección y la egolatría».

«El novelista admite que 'existe en la práctica de la caza un cierto desfogamiento de nuestra agresividad reprimida, agresividad que aparece consustancial al hombre y a las diferentes especies'»

Vidal Arranz

En su extensa conversación con César Alonso de los Ríos 'Soy un hombre de fidelidades', libro publicado en 1970, y más tarde ampliado, el novelista admite que «existe en la práctica de la caza un cierto desfogamiento de nuestra agresividad reprimida, agresividad que aparece consustancial al hombre y a las diferentes especies, y eso se demuestra lo mismo en una cacería que en un partido de fútbol, pero no matando, sino caminando hasta el agotamiento tras un bicho o voceando al árbitro y a los jugadores, depende».

Pero Miguel Delibes, que no deja de ser un caballero de ciudad, tiene claro que la caza no es solo un 'viaje al pasado' para evocar el hombre primitivo que fuimos, sino que es una experiencia que nos reconcilia con nuestro presente. Lo explica de forma muy gráfica en 'La caza de la perdiz roja' (1963). «La caza se convierte en un doble placer, en un placer de ida y vuelta. Durante seis días de la semana el Cazador se carga de razones para olvidar durante unas horas los convencionalismos de la civilización, la rutina cotidiana, lo previsible. Al séptimo, sale al campo, se satura de oxígeno y libertad, se enfrenta con lo imprevisto, siente la ilusión de crear su propia suerte… pero, al propio tiempo, se fatiga, sufre de sed, padece calor o frío. En una palabra, en una sola jornada, el Cazador se carga de razones para abandonar su experiencia paleolítica, y retornar a su estado de domesticidad confortable». No es posible explicar mejor el conflicto entre la libertad de lo salvaje –con su precio de molestias e incertidumbre– y la seguridad y comodidad de la civilización, con su carga de hastío, desapego y domesticación.

El 'desnoventayochizador'

Fue Francisco Umbral el primero que supo ver a Miguel Delibes como el 'desnoventayochizador' del campo castellano. Tarea necesaria que el escritor vallisoletano realizó de forma intuitiva y sin premeditación. La Generación del 98 había convertido a Castilla en un paisaje literario bello, evocador, de resonancias históricas épicas y presente trágico, que podía verse como metáfora de la urgente regeneración de España. Pero la Castilla real no estaba ahí «porque la del 98 fue una generación de estetas más que sociólogos», explica el novelista en 'Cinco horas con Miguel Delibes', un libro entrevista con Javier Goñi. A Delibes, en cambio, no solo le importa el paisaje, sino también el paisanaje. Y no solo ve la belleza del entorno natural, sino también las amenazas que lo acosan, y la miseria, pobreza y atraso de quienes lo habitan.

Imagen de la exposicion 'Cazando imágenes con Delibes' en la Biblioteca Pública del Estado de Zamora, en la que se ve a Delibes (segundo por la izquierda) con su grupo de caza.
Imagen de la exposicion 'Cazando imágenes con Delibes' en la Biblioteca Pública del Estado de Zamora, en la que se ve a Delibes (segundo por la izquierda) con su grupo de caza. Mariam A. Montesinos

También en relación al paisaje, Delibes 'desnoventayochiza' Castilla. Una región que para la generación regeneracionista se sintetizaba muy especialmente en la sobriedad de la comarca de Tierra de Campos. «Esta Castilla, la Castilla árida y desamueblada, dotada de elementos mínimos, es la de Unamuno, Azorín y Machado, la Castilla espectacular precisamente por la falta de ornato, por la falta total de espectáculo (…). Esta quizás sea, desde un punto de vista topográfico, la Castilla esencial, la Castilla por antonomasia y, por ende, la Castilla literaria. Castilla, sin embargo, no se agota ahí», explica el novelista en 'Castilla, lo castellano y los castellanos' (1979). Y por ello él recuperó también para la literatura los paisajes de la montaña, los de la desnudez de los campos yermos al norte del Duero, o la comarca intermedia, en el norte de León, Burgos, Palencia o Soria, que preludia el verdor del norte.

Sin embargo, no debemos olvidar nunca que Miguel Delibes es un creador literario, y no un sociólogo. Como recordaba José Jiménez Lozano en un artículo sobre 'Viejas historias de Castilla la Vieja' (1964), «el lenguaje de un narrador debe levantar un mundo, y la prueba de su poder está, desde luego, en que nos lo pone ahí, nos arrastra a él y podemos vivir dentro; respirar en ese pequeño territorio de la narración el mundo entero». Por tanto, no es tan importante la veracidad fáctica, periodística, de lo que Delibes cuenta –que también se da en gran medida– como su veracidad literaria, artística: su capacidad para utilizar las historias de seres aparentemente particulares para transmitir preocupaciones y verdades universales. Quizás Delibes 'desnoventayochizó' Castilla, pero lo que nos ofreció a cambio no fue la Castilla 'verdadera', que es inaprensible, sino una Castilla tamizada por su mirada, 'delibeanizada'.

El paisanaje de Castilla

La Castilla de Delibes es, sobre todo, paisanaje, pero la relación del escritor con sus gentes no es complaciente. En sus novelas, busca, sobre todo, hacer visible lo que considera más positivo –la riqueza de su lenguaje, la conservación de un modo de estar más saludable en relación con la naturaleza, su falta de hipocresía– pero no oculta lo negativo. «A mí los campesinos castellanos, con sus virtudes y defectos, me han enseñado mucho, aunque es cierto que yo he preferido mostrar sus virtudes: su propensión a la racionalidad, a la reflexión, al laconismo, a no hablar por hablar, sino pensando lo que dicen; su conocimiento de lo que se traen entre manos, la conformidad con su destino, cosa ésta que va desapareciendo en las nuevas generaciones… En cuanto a lo que yo he hecho por ellos es muy poco, retratarlos, reflejar las angustias de su vida, y, en cierto modo, darles una proyección que antes no tenían», le explica el escritor a Goñi en el libro citado, publicado en 1985 y reeditado este año con motivo del centenario.

«Delibes es un pionero que se anticipó décadas a la inquietud por lo que hoy se denomina 'la España vaciada'»

Vidal Arranz

Pero esa visión del Delibes novelista debe complementarse con la que manifestó el Delibes ensayista en 'Castilla, lo castellano y los castellanos' (1979), donde pinta un panorama social mucho más negro, menos benévolo, que tiene como caras negativas la mansedumbre, la pasividad y el fatalismo. También la soledad, la hurañía, la superstición religiosa y el retraimiento, así como un individualismo que, según el escritor, le hace al castellano reacio a la asociación y le puede llevar a lo insolidario. «Refiriéndose al campesino soriano, Antonio Machado afirma, en uno de sus versos, que desprecia cuanto ignora, afirmación incontestable cuya contrapartida es el desdén de la clase burguesa –y aun intelectual– ante el quehacer campesino y la cultura de la tierra». En última instancia, Delibes tenderá a justificar buena parte de los males de las gentes de su región como efecto del abandono de los gobiernos o del duro clima.

Pero el novelista sabe bien que ese rostro a veces mezquino de lo rural ha sido sobradamente retratado, que el que falta es el otro, el de los hombres sin artificio, capaces de vivir vidas en armonía con su entorno. También reivindica su sabiduría, hasta entonces desdeñada, y que tiene como expresión más visible el rico vocabulario con el que nombran lo que les rodea, con una precisión que sorprende al lego. Salvo que ese lego esté tan borracho de arrogancia que tan solo vea en esas palabras unas hijas ilegítimas de la ignorancia y la incultura. O sea, justo lo contrario de lo que realmente son. Después de Delibes es mucho más difícil incurrir en ese error.

El malestar en el progreso

Delibes no es un reaccionario, aunque en algún momento cierta crítica lo tachara de tal. Pero tampoco es un progresista al uso. El escritor vallisoletano no solo cree en la bondad del progreso, sino que, desde su faceta como periodista, especialmente como director de El Norte de Castilla, entre 1953 y 1966, trabajó denodadamente para impulsarlo. Las secciones 'El Caballo de Troya' y 'Ancha es Castilla' dan cuenta de ese afán por denunciar el atraso y las carencias de bienestar de buena parte de Castilla y León. El problema de Delibes es que él ve lo que otros apenas intuyen: que el progreso no solo tiene un efecto benéfico creador, sino también destructor. Y por esta vía arrasa el medio natural, arrasa formas de vida, e incluso amenaza con degradar la humanidad de las gentes. El Delibes de los años sesenta y setenta estaba especialmente preocupado por el auge de un consumismo voraz que volcaba a los individuos en desmesura hacia los objetos, el bienestar material, las prisas y el interés propio.

«El objetivo estriba no en renunciar al progreso, sino en preparar al hombre para que no se encandile en exceso, y no se transforme en un animal consumidor. De mí se ha escrito que escribo bajo el lema 'menosprecio de corte y alabanza de aldea' y puede que haya algo de verdad. Ocurre, sin embargo, que la vorágine de las grandes ciudades, con su cohorte de apremio e insolidaridad, desmantela nuestra humanidad sin darnos cuenta, y en este sentido prefiero el pueblo a la pequeña ciudad. De aquí a afirmar, como alguno ha hecho, que para mí la virtud está en el campo, y el pecado en la ciudad, aunque alguno de mis personajes lo diga, media un abismo», aclara el autor.

El autor, leyendo plácidamente en un sillón de su casa.
El autor, leyendo plácidamente en un sillón de su casa. Fundación Miguel Delibes

Pero esta conciliación que el escritor parece buscar no siempre es posible. Ramón Buckley, en su biografía intelectual de Delibes 'Una conciencia para el nuevo siglo', pone un ejemplo que lo resume: «Castilla era el paraíso de la caza precisamente por su atraso, por su subdesarrollo. Estos primeros atisbos de desarrollo de la agricultura castellana significan el principio del fin de la caza». Al menos de la caza desarrollada en territorio libre.

«De aquí nace lo que podríamos llamar la esquizofrenia del propio autor, su conciencia dividida en lo que a Castilla se refiere». Según Buckley, en el escritor hay dos mitades «que pugnan en su interior en una especie de duelo que nos recuerda al de Unamuno medio siglo antes». Y es que, aunque el Delibes periodista no dejó de impulsar la regeneración del campo castellano desde las páginas de El Norte de Castilla, no puede evitar advertir sobre «la despreocupación con que desmontamos la naturaleza (puentes, embalses, industrias, urbanizaciones, regadíos) sin hacer un estudio sobre las consecuencias que puede acarrear. Nos hacemos la ilusión de que progresamos sin pensar que la naturaleza, como es de rigor, nos pasará factura y entonces el precio podría parecernos demasiado alto».

Este conflicto entre progreso y vida natural se manifiesta también en la actividad novelística de Delibes, y ninguna obra suya como 'Las ratas' (1962) expresa con más claridad esa tensión. Como es bien sabido, el escritor quería denunciar en el periódico la existencia de pueblos sumidos en la pobreza y el subdesarrollo, y cuyos vecinos se veían obligados a alimentarse de ratas, pero la censura franquista no se lo permitió. De ahí nació la idea de contarlo en una novela, que se convertiría en una de las más célebres suyas. Pero en ella conviven no solo la denuncia del atraso, sino también, hasta cierto punto, su idealización.

«El escritor quería denunciar en el periódico la existencia de pueblos sumidos en la pobreza y el subdesarrollo, y cuyos vecinos se veían obligados a alimentarse de ratas, pero la censura franquista no se lo permitió»

Vidal Arranz

El tío Ratero es un cazador del Paleolítico que vive en Castilla en pleno siglo XX, de modo que su pobreza tiene dos caras: una que significa atraso, y otra que evoca un primitivismo liberador y puro. De ahí que Buckley discrepe de la pretensión de Delibes de presentar 'Las ratas' como una novela social de denuncia. Sin embargo, es probablemente esta paradoja la que hace que la novela vaya mucho más allá del realismo social y plantee al lector otro tipo de interrogantes existenciales. Unas incógnitas que no están tan lejos de las que tantas veces nos han trasladado los misioneros llegados del Tercer Mundo, que, al tiempo que lamentan el atraso de esas comunidades, ensalzan la profunda humanidad de sus gentes. Y es que la escasez coloca al ser humano en el territorio radical de la esencialidad: allí donde casi todo falta, están muy claras las prioridades.

Miguel Delibes se defenderá explicando que él reivindica el derecho de las personas con vocación rural a permanecer en los pueblos, y que de lo que se trata es de mejorar sus condiciones de vida para que nadie se vea obligado a marcharse en busca de bienestar. Cierto. Pero su novela va mucho más allá.

La Castilla que se vacía

En realidad, la justificación anterior conecta con la genuina preocupación del escritor por la decadencia del mundo rural y la tendencia de los pueblos a vaciarse. «Castilla, la Castilla mítica y milenaria, pobladora de mundos, apenas tiene ya energías para poblarse a sí misma», denunció en el programa de televisión 'Esta es mi tierra' (1983). En esto no hay duda de que Delibes es un pionero que se anticipó décadas a la inquietud por lo que hoy se denomina 'la España vaciada' y que a él le alarmó por lo que supone de desaparición de una cultura y un lenguaje.

Pero justo es reconocer que la preocupación de Delibes, incluso desde su pesimismo, caló en la sociedad castellana y creó una cierta conciencia, y de hecho sus autoridades políticas llevan más de 20 años dándole vueltas, con mayor o menor fortuna, a la despoblación de la comunidad, reconociéndola como su principal problema, y buscando soluciones. La convicción, hoy extendida en la región, de que hay que dignificar la vida en los pueblos para evitar que sus habitantes tengan que marcharse en busca de mejores perspectivas de vida es, sin duda, uno de los frutos más claros del trabajo literario e intelectual de Delibes. La Castilla de hoy se asemeja poco, en cuanto al atraso, a la que el escritor dibujó, aunque muchos pueblos siguen perdiendo población y vaciándose, pero lo que no está claro es que el indudable progreso material que se ha producido en las últimas décadas haya logrado salvar ese modo de vida, y esa cultura de lo natural, que preocupaban al escritor.

Delibes conversa con otros académicos el día de su ingreso en la RAE, donde alertó del peligro de un progreso descontrolado.
Delibes conversa con otros académicos el día de su ingreso en la RAE, donde alertó del peligro de un progreso descontrolado. Cacho

La preocupación ecológica

El malestar en el progreso tiene su máxima expresión en la preocupación ecológica del escritor. Aflora de forma más o menos intuitiva en sus novelas y ensayos, pero toma carta de naturaleza en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua (1975), publicado posteriormente como 'Un mundo que agoniza'. Discurso con el que el escritor vallisoletano se anticipó a la inquietud ecológica que años después se extendería entre la población pero que, en aquel momento, apenas era más que una sensibilidad minoritaria.

Las dos almas del ecologismo conviven en 'Un mundo que agoniza'. La primera de ellas, la posibilista, la sintetiza Ramón García, biógrafo y amigo personal del escritor, en su prólogo al libro: «Por lo que Delibes aboga, lo que él ha cantado y ensalzado en toda su obra literaria, es precisamente esa perfecta armonía entre progreso y humanismo, que haría que la máquina y la ciencia estuviesen al servicio del hombre, y no a la inversa. Para el novelista de la tierra castellana, el progreso consiste en establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia». Planteado así, parecería que sería posible recuperar esa armonía con un poco de esfuerzo y algunas correcciones.

Pero el propio texto de Delibes se abre, asimismo, a una lectura mucho más radical, y en la que también ha resultado ser un adelantado. Su hijo biólogo Miguel Delibes de Castro –que le asesoró en el contenido científico del discurso, y que escribiría al alimón con él, 30 años después, 'La Tierra herida' (2005)– recuerda que su padre le decía: «Hijo, yo sabía que el fin del mundo estaba cerca, pero no pensé que lo iba a ver». La anécdota permite ver que Delibes había asumido la idea apocalíptica de que se acaba el tiempo y hacen falta reformas drásticas.

«'Fue creyente hasta el final', asegura su hijo Miguel. 'Era una fe débil, pero que no estaba dispuesto a discutir. Tenía muchas dudas, pero le resultaba más confortable creer y nunca renunció a ello'»

Vidal Arranz

De modo que, por un lado, el ecologista posibilista Delibes se opone a la idea de «crecimiento ilimitado», lo que supone aceptar una cierta 'negociación' sobre hasta dónde llevamos el progreso. Pero, por otra parte, lo que hemos llamado su alma apocalíptica parece sugerir la necesidad de una congelación radical del progreso y el desarrollo. «Ya que, inexcusablemente, los hombres tenemos que servirnos de la Naturaleza, a lo que debemos aspirar es a no dejar huella, a que 'se nos note' lo menos posible», propósito que él mismo reconoce como «pura quimera».

Y aún queda más claro cuando afirma que «toda pretensión de mudar la Naturaleza es asentar en ella el artificio, y, por tanto, desnaturalizarla, hacerla regresar. En la Naturaleza apenas cabe el progreso. Todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo esencialmente es retroceder». Aflora aquí una especie de fundamentalismo conservacionista que aboga por un 'no tocar nada' que se enfrenta a la esencia misma de la civilización humana, construida precisamente a partir de 'tocarlo todo', de intervenir en el entorno. Reaparece en esta cita, con un nuevo rostro, la añoranza del hombre paleolítico, cazador y recolector, el único de los humanos que, en términos actuales, apenas provocó huella ecológica. Los demás, desde la revolución agrícola neolítica iniciada hace 10.000 años hasta acá, no hemos dejado nunca de alterar el entorno natural con sembrados, ciudades, carreteras, puentes, fábricas... Si la solución implica renunciar a todo esto parece difícil verlo como avance. Miguel Delibes es consciente de la extrema dificultad, por no decir imposibilidad, del empeño, lo que le lleva a un claro pesimismo, pero, al tiempo, se deja llevar por una vaga esperanza en un cambio de conciencia de los hombres, sobre todo de las generaciones más jóvenes, que permita revertir la situación.

Humanismo cristiano

La trayectoria vital y de pensamiento del novelista es inseparable de su condición católica. «Fue creyente hasta el final», asegura su hijo Miguel. «Era una fe débil, pero que no estaba dispuesto a discutir. Tenía muchas dudas, pero le resultaba más confortable creer y nunca renunció a ello». Muchos años antes, en 1970, el escritor le había reconocido a César Alonso de los Ríos que «si yo encuentro algún consuelo para nuestra condición efímera es precisamente lo religioso». Y en ese mismo libro, 'Soy un hombre de fidelidades', preguntado por la atención preferente que ha prestado a los débiles a lo largo de su trayectoria, afirma: «Que yo me incline por el hombre humilde y por el hombre víctima revela, imagino, mi espíritu democrático, pero no menos mi espíritu cristiano».

Esa defensa del indefenso incluía también su rechazo del aborto, como reconoce su hijo mayor. «Su punto de vista sobre el aborto no cambió. Lo rechazó siempre. Desde su perspectiva estaba vinculado a su defensa del débil. Para él, el feto era el más débil. Eso sí, nunca se planteó cuestiones tales como cuando empieza la vida humana, en qué momento el feto siente dolor, etc.».

Jiménez Lozano y Delibes en 1997, en la entrega del Premio Nacional de Periodismo que lleva el nombre del autor de 'El hereje'-
Jiménez Lozano y Delibes en 1997, en la entrega del Premio Nacional de Periodismo que lleva el nombre del autor de 'El hereje'- Ramón Gómez

Pero, sobre todo, ese humanismo le llevó a defender la libertad y a promover espacios para ella, especialmente en su tarea como director de El Norte. Dado que su labor se desarrolló durante el franquismo, Delibes tuvo que jugar con las cartas marcadas del régimen. Los desencuentros fueron frecuentes y, a la postre, condujeron a su renuncia como director. Por el camino, convirtió al periódico en un pequeño oasis de libertad e independencia que prestigió la cabecera y fue el territorio fértil en el que prendió y creció una generación de periodistas que nutrió a España: Francisco Umbral, Manuel Leguineche, José Jiménez Lozano, Jesús Torbado, César Alonso de los Ríos…

La última etapa del escritor al frente del diario coincide con el Concilio Vaticano II, que él y José Jiménez Lozano acogieron con auténtico alborozo y esperanza. Quizás por ello, el periódico le brindó una cobertura excepcional. Los dos escritores-periodistas se identificaron con esa idea del cristiano nuevo, comprometido y ecuménico que abanderaba el Papa Juan XXIII. Y se decepcionaron un tanto al ver que el concilio no tenía en la España franquista de la época, al menos en un primer momento, el efecto transformador que esperaban.

«La última etapa del escritor al frente del diario coincide con el Concilio Vaticano II, que él y José Jiménez Lozano acogieron con auténtico alborozo y esperanza. Quizás por ello, el periódico le brindó una cobertura excepcional»

Vidal Arranz

Delibes se identificó con el espíritu de libertad de conciencia que el concilio promovió, así como también con su vocación ecuménica, de reconciliación con los hermanos protestantes separados. Ambas líneas confluyen en la última novela del escritor, 'El hereje' (1998), un libro sobre la intolerancia que le lleva a aproximarse a los núcleos protestantes de la Valladolid del XVI víctimas de la Inquisición.

La novela es, al tiempo, un homenaje a la ciudad y un ajuste de cuentas con los fantasmas de las sombras de su pasado. Pero, sobre todo, es un canto a la libertad de conciencia, a la grandeza del individuo que intenta pensar por sí mismo, al margen de los convencionalismos y las presiones del exterior. Es el canto del cisne de un hombre que siempre rechazó ser considerado «intelectual», porque decía que lo suyo eran las personas más que las ideas, pero que a lo largo de toda su vida buscó la verdad desde la independencia. Conviviendo con el malestar, la tristeza y la decepción, pero con fe en el hombre y en la vida.

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