Escribir de oído
Mis horas con Delibes ·
La mayor riqueza lexicográfica la adquiría Delibes en el medio rural, en sus salidas al campoMiguel Delibes confesó más de una vez que él escribía de oído.
En enero de 1983, en sus palabras de agradecimiento a la investidura honoris ... causa por la Universidad de Valladolid, de su ciudad, el novelista lo dejó bien en claro: «¿Son enteramente mías estas voces, estas palabras con las que escribo? Si el lenguaje es en mí una virtud, no es mía, es del pueblo; si yo escribo bien es porque vosotros habláis bien y yo os he escuchado».
Salía en nuestros paseos y charlas el tema del habla coloquial, del habla de la gente, de la gente rural y de la urbana. Y precisamente a raíz de la investidura que acabo de mencionar y de sus categóricas palabras al respecto, me acuerdo que le tiré de la lengua.
– Has dicho –le dije–, les has dicho a los vallisoletanos que hablan bien, «vosotros habláis bien». ¿Quiere eso decir que es en Valladolid donde mejor se habla... del mundo?
– Yo no caigo nunca en generalizaciones. Me parecen banales y sin sentido. El español se habla bien, y hasta muy bien, en no pocos países iberoamericanos. Pero en Castilla, en Valladolid en concreto, la gente, la gente llana, como dije en mi discurso de la Universidad, se expresa muy bien y tiene un rico vocabulario. Aunque quizá más en los pueblos, en el medio rural, que en la ciudad. El lenguaje urbano está más contaminado y, por ende, empobrecido. Pero siempre he escuchado cómo hablaban mis vecinos, siempre.
Con la antena puesta
Francisco Umbral dijo de Delibes que poseía el don de la ventriloquía literaria, nadie como él para poner voces y timbres a sus personajes, hablando, según venga al caso, como un campesino, un profesor, una chacha o un niño de tres años.
Me acuerdo todavía cómo le gustaba evocar, rondando ambos el Campo Grande, lo que tuvo que 'escuchar' para escribir el monólogo de 'Cinco horas con Mario'. Afinó su oído coloquial hasta extremos insólitos.
– Casi como un cotilla iba pegando la oreja a las conversaciones por la calle, por aquí mismo, por Campo Grande, en el autobús si alguna vez lo cogía, y raro era el día que no volvía a casa con alguna frase, alguna palabra, algún latiguillo nuevo, que yo incorporaba al monólogo incontinente de Menchu. Mientras duró la redacción de la novela, yo andaba en todo momento con la antena puesta. No es que tomara notas, no, soy incapaz de organizarme así. Sencillamente me dejaba empapar por lo que oía de forma natural.
Aquí se trataba de un lenguaje urbano, pero la mayor riqueza lexicográfica la adquiría Delibes en el medio rural, en sus salidas al campo. Lo que ocurre es que no poco de ese vocabulario campesino, primigenio e irremplazable, es el que más rápidamente se va malogrando y perdiendo. Ya dejó constancia de ello Delibes en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en 1975, hace casi medio siglo: «¿Cuántos son los vocablos relacionados con la naturaleza que ahora mismo ya han caído en desuso y que, dentro de muy pocos años , no significarán nada para nadie y quedarán enterrados en los diccionarios? Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utilizo en mis novelas, como por ejemplo aricar, agostero, escardar, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y designar al paisaje, a los animales y a las plantas por sus nombres auténticos».
(Si el lector recuerda mi crónica del domingo pasado, de eso mismo iba y va la exposición de Joaquín Díaz en Urueña)
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión