Teresa de Jesús: a la santidad por la escritura
Antonio Piedra aborda los afanes literarios de la religiosa en 'Una hermosura extraña'
Carlos Aganzo
Domingo, 11 de agosto 2024, 16:05
Un día de agosto de 1557, hace 466 años, Teresa de Jesús perdió a uno de los grandes personajes de su vida: su hermano Rodrigo. ... Aquél con el que decidió, siendo niña, marcharse de su casa de Ávila para buscar el martirio en manos de moros. El que murió en Chile, en batalla contra los mapuches, convencido de que cumplía la misión que los dos se habían impuesto desde entonces: «Infierno y gloria son para siempre, siempre y siempre». Todos los hermanos varones de la autora de 'Las moradas' (los nueve) terminaron siendo soldados. Soldados vocacionales que destacaron más por su afán de irradiar la fe de Cristo que por sus ansias aventureras. Ella, sin embargo, decidió perseguir un fin semejante, pero no a través de la espada, sino de la pluma. Y por su afán incontenible de ser lectora y escritora, terminó siendo maestra en el canon literario.
De estos afanes arrolladores por la letra y la palabra nos habla Antonio Piedra en su libro 'Una hermosura extraña'. Un libro, en palabras de su prologuista, el poeta Antonio Carvajal, «cuya existencia se esperaba desde hace siglo y medio». Al menos desde que Juan Valera escribiera, sin dar mucho más desarrollo a la propuesta, que Teresa de Jesús llegó «por el camino del conocimiento propio (…) a la cumbre de la metafísica», a través de la «sincera e irresistible aparición de la verdad en la palabra». Esa verdad que va desentrañando Piedra en su proceso de reconstrucción, a través del análisis de más de mil textos de Santa Teresa, de su poética. Una poderosa poética del conocimiento más allá de todo aspecto teológico, místico, psicológico o incluso histórico, de los que tanto se ha escrito.
Una obra, dice Piedra, escrita con voluntad inquebrantable y a pesar de contar «con escasos medios», y hasta con poco tiempo para dedicarle. Y a pesar también de sus enemigos, «los del tomo»: letrados y confesores vigilantes de la ortodoxia y celosos de mantener las jerarquías de la época, incluido el papel de la mujer en la literatura o el conocimiento. Una obra, en prosa como en verso, intensa y profundamente poética desde su esencia vital. Y, sin embargo, no siempre reconocida, «posiblemente porque de la santa solo interesaban sus heroicidades, su santidad activa, o contribuir desde la poesía del tomo a una popularidad del personaje sin más aureolas». Teresa, quien consideraba a la poesía como «una fiesta del espíritu», eligió para su escritura no los altos tonos cortesanos del garcilasismo imperante, sino más bien «el tipo de poesía y de poemas que más cuadraban con la extracción social y la formación religiosa de sus monjas». Algo que, siendo tan local y familiar, terminó convirtiéndose en celebradamente universal.
Fray Luis de León fue el primero en hablar con énfasis del valor de la escritura de Teresa de Jesús. Lo hizo en 1587, consignando que «en la alteza de las cosas que trata, y en la delicadeza, y calidad con que las trata, excede a muchos ingenios; y en la forma del decir, y en la pureza, y la facilidad del estilo, y en la gracia, y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada, que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se iguale». Algo en lo que coincidirían después Unamuno, Machado, Juan Ramón o Lorca. La literatura fue su aprendizaje y forjó su desarrollo personal. Sus lecturas, desde los libros de caballerías hasta las obras de San Jerónimo, Osuna o San Agustín, en un primer momento. Pero inmediatamente después su escritura: caligrafía pulcra con la mejor tinta y sobre el mejor papel de su tiempo. Miles de cartas y, desde 1561, el testimonio notarial de su propia existencia. «Un modo de vivir poéticamente en realidad» en cuyo ejercicio consiguió explicar lo inexplicable: «su relación con Dios». Con una absoluta naturalidad, no exenta de conocimientos ni de revelación. Poesía pura.
En cierta ocasión, cuando alguien alabó la belleza y la perfección de su obra, ella contestó: «algunos hombres graves me dicen que parece Sagrada Escritura». La extraña hermosura de comprobar, como nos cuenta este libro, «que lo escrito coincida con lo hablado, y que lo hablado sea entendido por todos como un hecho». El soplo de las palabras, entre penas y yerros que terminan siendo tesoros. Razones de entendimiento humano para entender las razones de Dios. Arrimos para pensar en lo ordinario con igual confianza que en lo extraordinario. Y mucho, mucho amor. Un camino único que la llevó, a través de la escritura, hasta un lugar tan alto que ni ella misma pudo imaginar. O sí.
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