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Desde la izquierda, Fernando Conde, Luis Antonio de Villena y Carlos Aganzo.
La escoliosis del artista

La escoliosis del artista

Villena provoca la hilaridad del público del Aula de Cultura con el relato de su infancia infeliz

Victoria M. Niño

Viernes, 11 de diciembre 2015, 11:21

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Es de la condición del literato-showman, del dandy consagrado a quien le precede su estética. Luis Antonio de Villena volvía al «frío» Valladolid, protegida la garganta con dos martas de su madre, mitones rosas en las manos a juego con calcetines cortos del mismo color sobre otros negros de rombos, y sombrero también negro. Cultiva rarezas tras las que se esconde y a veces aflora el niño tímido que fue, para disolver de nuevo la imagen con los brillos de sus anillos. Venía a hablar de la primera entrega de sus memorias al Aula de Cultura, patrocinada por Caixabank, en una sesión que se celebró en el Patio Herreriano. Lleno absoluto para escuchar al escritor madrileño departir con Carlos Aganzo, director de El Norte de Castilla, y Fernando Conde, presentador del acto.

El fin de los palacios de invierno (Pre-textos) era la excusa del paseo, hilarante por momentos, a través del paisaje de su infancia y su primera juventud. Advirtió pronto que no esperaran hechos, ni cronologías, sino una sucesión de «personajes peculiares» que le habían llamado la atención. Su querido Gide le aburrió en sus memorias, Si la semilla no muere, cuando «pasa tres páginas describiendo un caleidoscopio». Villena, que procura gustar, tiene en cuenta al lector y busca «lo que le pueda llamar la atención». Por ejemplo, las familias felices que el no conoció en primera persona, «están muy bien, son la sal de la tierra, pero no son literarias».

Y es que cuando a primera vista no aprecia nada «literario», cuando la realidad no es de su agrado, saca cual Gracián un «cristal que me mandé hacer», un monóculo que torna rojizo lo que le rodea. Apasionado de la cultura grecolatina, no tomó ejemplo del jesuita sino de «Nerón que tenía uno, lo cuenta en Quo Vadis» (de Sienkiewicz, al que no conoció pero sí a Graves).

La pista americana

Ese ánimo, ese buscar lo que no es el dado, presidió una infancia no muy feliz, a la que sin embargo saca partido literario. Nacido en un matrimonio separado sentimentalmente, aunque conviviera bajo el mismo techo, recuerda que lo único que unió a sus padre era «el fútbol, el Real Madrid. A mí siempre me ha horrorizado el fútbol, si me dejaran, escribiría en los periódicos sobre la inmoralidad de lo que cobran esos chicos como Messi o Ronaldo por dar patadas a un balón. Eso no lo cobra quien investiga sobre el cáncer». Pero cuando su padre le regaló la equipación de aquel equipo y un balón, no tenía esa lectura moral, sino la de la preferencia infantil. La suya eran los soldados romanos, a los que dirigía en alta voz, jugando solo en el jardín de sus abuelos, en Chamartín. «Mi padre se llevó un gran disgusto cuando no hice caso al balón. Intuyó que no era un cowboy». Aquel niño que leía tebeos y a Salgari, amaneció a la literatura con la historia antigua y el romanticismo que estudiaban en clase, en ese colegio donde se libró del acoso subrayando sus «rarezas». «Un día me preguntó el profesor de biología qué hacía, porque estaba en una pose mirando al patio. Le dije que esteticismo y me dejó seguir. Cuanto más raro me ponía, no me llegaban a querer, pero sí a respetar». Aunque cuando lee en los periódicos casos de bullying, se acuerda de su experiencia.

Provocó la carcajada del público contando su paso por la mili y el campamento en el Pinar de Antequera. «Hice una vez la pista americana, aquello horrible que te obligaba a reptar por el suelo, comer polvo, subir una pared. Había que saltar un puente roto, que carecía de agua por debajo. Yo advertí de que no podía. Me enviaron al médico, le dije que tenía escoliosis y acabaron por eximirme ante el desprecio del sargento, claro. Estas rarezas me han acompañado siempre, pero es que los artistas no hacemos eso». La escoliosis fue una manera de vadear el obstáculo, como la literatura le libró de las oposiciones a diplomático que para él quiso su madre. Valladolid fuer durante diez años un nombre que le repelía, le llevaba al frío y al agua-cao.

Sus lecturas siguieron, «leo en voz alta la poesía, porque es como se aprecia por los oídos y los ojos, como se nota la musicalidad, para sentirme acompañado también». Su profesor Antonio Prieto le inició en la publicación y en el año 1973, cuando se licenció en Filología Románica, termina el primer volumen de sus memorias. La puerta de la homosexualidad se entorna por completo y ahí deja al lector hambriento para la siguiente entrega. Como romano narcisista: «llegó, le vieron y venció».

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