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Luis Antonio de Villena, en su biblioteca.
Villena: «Fui un niño raro sin buscarlo y con 16 años decidí administrar esa rareza»

Villena: «Fui un niño raro sin buscarlo y con 16 años decidí administrar esa rareza»

El poeta presenta en el Aula de Cultura de El Norte su libro de memorias ‘El fin de los palacios de invierno’ este jueves

Victoria M. Niño

Miércoles, 9 de diciembre 2015, 20:51

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Cuesta imaginarle jugando con soldados romanos de plástico, deslizándose por los lomos de la sierra de Madrid en esquíes o con su prima en el cine de Tetuán. Pero aunque sus memorias huyan «de lo cotidiano», aunque sean cosecha del «recuerdo selectivo que acaba deteniéndose en perdedores», a pesar de la conciencia temprana por mor del juicio ajeno de ser «un niño raro», Luis Antonio de Villena también participa de algunos de los ritos infantiles y juveniles propios del español de su tiempo, aunque sea literariamente refractario.

El escritor madrileño presenta este jueves El fin de los palacios de invierno (Pre-textos), memorias primeras sobre las que conversará con Carlos Aganzo, director de El Norte, en el Aula de Cultura, patrocinada por Caixabank, que se celebra en el Patio Herreriano.

Novelista, ensayista y poeta, en todos los géneros ha dejado rastro autobiográfico. Sin embargo «tanto en Patria y sexo como en Mi colegio, se trataban aspectos parciales. En este caso se da una idea global de mi vida desde que tengo memoria hasta finales de 1973». Fiel a su estilo, su recorrido por el árbol genealógico de los Villena se detiene en las ramas más «peculiares, en personajes que podrían estar en un cuento mío». Se reconoce en la frase de Wilde: «Dejadme lo superfluo, lo necesario se lo dejo a los demás».

La biografía de este coleccionista de lechuzas, enamorado de las cultura grecolatina, echa a andar con su padre. La muerte temprana de su progenitor hizo que su madre fuera quien colmara su curiosidad. «Mi padre murió cuando tenía once años, casi todo lo que sé de él es por mi madre y a ella no le hubiera gustado ver eso por escrito, aunque fuera ella quien me lo contara», explica Villena. Por esa razón el libro ha dormido una corta siesta en el cajón. Corta porque «mamá murió súbitamente, de un ictus, en menos de una semana el pasado abril».

Su padre era «un caballero a la antigua, que iba al sastre, a sus negocios, nunca comía en casa. Entonces no se tenía a los niños en las rodillas, eso era cosa de mujeres. Pero me traía todos los días un regalito». Solo recuerda haber ido a un sitio con él, «al Santiago Bernabéu cuando se inauguró el primer alumbramiento de un estadio en España. No recuerdo ni quién jugó, nunca me gustó el fútbol para su desesperación». Su madre le contó que no tuvo hermanos porque no mantenía relación alguna con su marido, no se hablaban, «desde que se enteró de que tenía dos queridas a las que puso piso. Estoy seguro de que tengo hermanastros a los que dio dinero pero no un nombre. No se contemplaba el divorcio entonces».

«Pagano y maldito»

El niño «solitario», «exótico», «melancólico», raro para sus compañeros de colegio, siempre quiso ser «como ellos, uno más.Me causaba trastorno llamar la atención, quizá por arregladito y calladito. Fui un niño raro sin buscarlo así que a partir de los 16 años decidí administrar esa rareza. Me dije: ahora voy a ser raro de verdad.Así que cuando el profesor de literatura decía que había que tener cuidado con obras como El Satiricón de Petronio, allá iba yo derecho a leerlo».

En aquella España que se acercaba a los sesenta, Villena se ganó dos adjetivos que ha llevado con orgullo toda su vida aunque la intención de quienes se los colgaron fuera negativa: «pagano y maldito». Los atributos se enmarcan en su etapa escolar en el colegio del Pilar, un centro «católico, rezábamos a todas horas pero no político, no se hablaba del franquismo». En aquel lugar fue un niño acosado, escuchó las primeras risas por sus sortijas. «Lo de pagano vino porque me gustaba poner unas máximas en el tablón bajo el nombre de Perlas ideológicas de la corona de Zeus. Al profesor de filosofía y griego le parecía bien hasta que un día subrayó en rojo la que había escrito: Donde falta ética debe desplegarse la estética. Me llamó pagano, y es algo que me encantó porque ya no me podía sentir cristiano. La Iglesia me condenaba por mi homosexualidad». El adjetivo maldito llegó al ganar un concurso de poesía y recibir el premio de Luis Felipe Vivanco quien le preguntó «¿usted lee a los poetas malditos, le gustan?».

Pronto se agarró a la cita de su admirado Gide; «lo que te critiquen manténlo porque eso eres tú». Así que «a los 16 años me di cuenta de que ese era mi camino. La manera en que los otros te ven, te condiciona sí. Todo reforzaba mi camino; quería ser escritor y sabio, un estudioso que escribe». El «pecado inefable», la homosexualidad, le dejó un poso de tristeza. «Mi obsesión, tan joven, era que nadie me daría un beso de amor. A los 18 años eso era muy frustrante, pensé que nunca ocurriría porque estaba prohibido».

La llegada a la Complutense, los amigos, los viajes, la mili, los «banquetes de miradas», la literatura, las primeras publicaciones, van sucediéndose hasta 1973, cuando acaba Filología clásica. Ese último curso es su apertura a otro mundo y otra aceptación de su opción sexual. Su tía le sentenció: «El caso es que tú saliste una noche a finales de 1973 y no te has recogido todavía».

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