El hombre de los cuadros
Las cinco obras de Francis Bacon robadas de un piso de Madrid pertenecen a José Capelo, un español que fue el último amor del artista
carlos benito
Martes, 15 de marzo 2016, 18:57
A José Capelo no solo le han robado cinco de las pinturas que le regaló Francis Bacon, valoradas en 30 millones de euros: de paso, los ladrones que entraron en su piso de Madrid le han arrebatado ese discreto anonimato que tanto se esfuerza en cultivar y que la actualidad informativa arruina cada cierto tiempo con idéntica tenacidad. Capelo fue pareja del pintor anglo-irlandés durante los cuatro últimos años de su vida y, según apunta el biógrafo de referencia del artista, supuso para él «una fuente fresca de energía» en aquellos días de decadencia física, cuando su cuerpo empezó a desmentir la «ausencia de edad» que él consideraba el privilegio de los creadores. Y, sin embargo, el español jamás ha hablado sobre su relación, empeñado en un sentido de la privacidad que no abunda en un mundillo tan chafardero como el del arte.
El citado biógrafo, Michael Peppiatt, que fue amigo de Bacon a lo largo de tres décadas, ha recordado en alguna ocasión que el artista consideraba a Capelo una rareza dentro de su extensísima lista de amantes, ya que no se parecía en nada a los «brutos» que solían gustarle. Bacon, el pintor de la carne y del grito, cuyas imágenes hurgaban en los cuerpos en busca de la esencia dolorosa de la vida, tenía un carácter marcado por las contraposiciones y las dualidades: era un hombre sofisticado y desenvuelto, de mente exquisita, capaz de iluminar con su análisis cualquier sutileza intelectual, pero a la vez se sentía atraído sin remedio por tipos toscos y a menudo agresivos, con los que se enredaba en destructivas relaciones sadomasoquistas. Sus veladas podían alternar los salones elitistas de Londres y los tugurios más peligrosos, hasta tal punto que se compró una casa en uno de los peores tramos de la ribera del Támesis para tener acceso a una reserva inagotable de rufianes. La violencia le acompañaba desde la infancia, cuando su padre, veterano de guerra y entrenador de caballos de carreras, hacía que los mozos de cuadra le azotasen con la fusta, disgustado por su homosexualidad y su afición a travestirse.
Arrojado por la ventana
En sus relaciones amorosas se atenía especialmente a esa pauta. Decía que los hombres sin refinar le aburrían menos, una máxima que valía tanto para los compañeros ocasionales de cama como para las parejas más duraderas. Entre sus novios de largo recorrido destacan tres nombres: Peter Lacy, un expiloto alcohólico y sádico, con estallidos de furia que le llevaban a arremeter contra los cuadros y contra el propio pintor, al que llegó a arrojar por una ventana; George Dyer, delincuente desde la adolescencia, plagado de inseguridades y también alcohólico, que se suicidó con una sobredosis de pastillas, y John Edwards, hijo analfabeto de un estibador y heredero de la fortuna de Bacon, once millones de libras que según los tabloides británicos dilapidó en diez años de excesos y de champán Krug.
José Capelo, en cambio, es un hombre «muy apuesto, bien educado, socialmente sofisticado y con una buena situación socioeconómica», según la descripción de Peppiatt. El encuentro entre el pintor y el ingeniero español, empleado en una firma financiera hispano-británica, se produjo a finales de los 80 en una fiesta en honor del coreógrafo Frederick Ashton, a la que Capelo había sido invitado como relleno de última hora, después de que se cayeran figuras como Freddie Mercury o Rudolf Nureyev. «No es nada normal que alguien de 35 años como José tenga una relación conmigo, ¿no lo ves? Tengo cuarenta años más que él», admitía el artista en unas conversaciones grabadas y difundidas tiempo después de su muerte. En realidad, la diferencia era todavía algo mayor, de cuarenta y tres años: Bacon andaba ya por los 78, aunque se mantenía fiel a su inconfundible estética de teddy boy retador, con la chupa de cuero y el tupé. El pintor se quedó prendado del español de manera inmediata y urgente, incluso sucumbió a los celos ante la posibilidad de que Capelo le desdeñase en favor del homenajeado Ashton.
Toros y vino
En aquella fiesta nació un vínculo que, de algún modo, reafirmó la pasión de Bacon por España: sentía una devoción casi religiosa por el museo de El Prado le obsesionaba Velázquez, con sus «retratos en los que se ve la vida y la muerte de sus personajes», pero también le gustaban los toros tan afines a su estética de la carne sufriente, el vino de las tabernas y el desenfreno y la vistosidad de La Movida. Con Capelo viajó por distintos lugares de España, pero también visitaron juntos Francia o Italia. Y, como solía ocurrirles a todas sus parejas, el español no tardó en incorporarse a la obra de Bacon: su rostro difuminado aparece al menos en dos de sus pinturas, el famoso Tríptico 1991, que forma parte de la colección del MoMA neoyorquino, y el menos conocido y más evidente Retrato de José Capelo.
En abril de 1992, contra el criterio de su médico, el octogenario Francis Bacon decidió venirse a Madrid. Para entonces, estaba mal de salud y el asma que había padecido desde niño le impedía llevar una vida normal, pero afrontó aquel viaje con su talante de jugador audaz: «En una última apuesta, esperaba que unos pocos días con su joven amigo español reavivasen su relación y le devolviesen algo de su vitalidad, que había sido prodigiosa», resume el biógrafo en Anatomía de un enigma. El envite no salió bien: a su llegada a Barajas ni siquiera pudo descender sin ayuda las escalerillas del avión. Su enfermedad obligó a ingresarlo en la clínica Ruber, donde falleció el 28 de abril, con 82 años, en circunstancias que reproducían al detalle uno de sus mayores temores: murió rodeado de monjas. Sus restos fueron incinerados en La Almudena según sus instrucciones, sin ninguna ceremonia y sin la presencia de ningún allegado.
Desde entonces Capelo mantiene su reserva, pero no puede evitar que su nombre resurja de vez en cuando, cada vez que algún lance de la actualidad invita a repasar la etapa crepuscular del artista. La ocasión más sonada fue hace dos años, cuando se difundió el contenido de aquellas conversaciones que había dejado grabadas Bacon: en ellas explicaba que había regalado cuatro millones de dólares a su amor español y otros cuatro a la hermana de este. «A menudo pienso qué idiota, qué tonto fui al hacer aquello, pero después pienso: qué más da, si ya está hecho», comentaba el intor, que nunca dio mucha importancia al dinero. Aquella vez fue la única que José Capelo salió al paso de lo que se estaba publicando, al considerarlo «lleno de imprecisiones», y aprovechó para definir su actitud con respecto a aquel periodo de su pasado: «Uno nunca ha tenido ninguna inclinación a beneficiarse de aquello», dijo. Ahora, uno de los robos de arte más importantes de la historia de España le ha devuelto el protagonismo indeseado.