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Paula hace el camino de La Victoria al Auditorio y de allí a Delicias en bici.

Un termómetro emocional

Paula María Santos, viola de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León

Victoria M. Niño

Jueves, 4 de diciembre 2014, 18:04

Lo más grande de su rostro es su mirada atlántica y lo más dolorido, su entrecejo. «Se me frunce, es mi cara de tocar», dice Paula Santos, viguesa que combate la morriña con empanadas y mejillones. Dejó un máster en el Mozarteum para gozar de «la suerte loca» de aprobar a la primera la prueba en la Sinfónica de Castilla y León. Cuando se sumó a la sección de violas en 2008 era la única chica, ahora ya son dos.

La Gudiña es un municipio orensano casi anónimo para el viajero que no sea caminante hacia Santiago. Sin embargo para Paula es la frontera de su biografía. La primera vez que la cruzó rumbo al Conservatorio Superior de Salamanca lloró «hasta Pola de Sanabria» al ver que las montañas se aplanaban de repente. Curiosamente su profesora de viola en Vigo era de Valladolid, pero no hablaban de geografía. «Nunca imaginé que viviría en la meseta, y aquí estoy tan feliz».

La sentó al piano el empeño de su padre, cuya vocación musical frustró el destino. «Al final el que se quedó en el piano fue mi hermano». Se recuerda como una «niña muy trasto. Repetí en el conservatorio cuarto de elemental, eso no le pasa a nadie». Y aquel verano preadolescente, pasó dos tardes cada semana con una profesora rusa. «De repente vi cómo mejoraba y podía expresarme con la viola. Cuando volví al conservatorio en septiembre, era de las buenas después de haberme ido entre las peores».

La viola-jamón

La pequeña Paula se creció estudiando con su «viola-jamón. Era muy grande, ahora tengo esa viola preparada para tocar repertorio barroco. Luego compré un modelo italiano más manejable, con esta sí puedo pasar el día tocando». Sus manos son menudas, casi infantiles. «Eso te obliga a buscar tu propia técnica. Hay profesores que se empeñan en enseñar de una única manera, como si las cosas solo pudieran ser así. Otros, en cambio, potencian que el alumno busque su camino, el entendimiento entre su cuerpo y el instrumento. Así que no es necesario tener unas manos grandes, sino encontrar cada uno su fórmula».

Al cabo del tiempo, se agotó el trasvase de conocimiento en Vigo y eligió seguir estudiando en Salamanca. «Es la mejor ciudad para ser estudiante», dice quien logró un título y un compañero pianista en esos años. Por venir a verle a Valladolid se pensó lo de la prueba de la OSCyL cuando estaba en Salzburgo. «Era muy jovencita, estaba todavía en orquestas juveniles como la JONDE, la Gustav Mahler. Probé por aquello de acercarme si había alguna sustitución y aprobé». Cuando llegó la primera sorpresa fue el cariño de sus compañeros. «Todo el mundo te preguntaba el nombre, se interesaba, me sentí como en familia, nada que ver con otras orquestas en las que había tocado donde nadie se dirigía a ti ni te echaban de menos si te ibas». Y en esa familia sigue.

«Ahora me estoy metiendo en el barroco, yo, que era una abanderada de la música contemporánea por mi novio que anda siempre haciendo ruiditos, preparando el piano». Pese a las secuelas de John Cage, reconoce que «hay que poner un pianista en la vida, para que te acompañe tocando, y eso que no me gusta mezclar amor y trabajo». De vez en cuando tocan juntos, e incluso durante una estancia de cuatro meses en Colombia eran dúo artístico. «También tenemos un trío con un profesor del conservatorio, nos juntamos para tocar por gusto, sin más pretensión».

El barroco ha sido su último descubrimiento gracias a la colaboración con Il Giardino. «Levo 21 años tocando la viola y no me explico lo que ellos hacen con el arco. Es magia, no hay una nota igual a la otra, y parece que les sale natural, fácil». También forma parte del cuadro académico del proyecto In Crescendo, siendo una de las profesoras de la orquesta del colegio Allúe Morer. «Es como tener 30 hijos. Hemos visto comenzar a niños de seis años y ahora son tiarrones. Te enseñan más ellos, es muy bonito ver cómo evolucionan. La OSCyL me llena de felicidad, pero In Crescendo es lo más, aunque hay jueves que los mataría». Esos aprendices le recuerdan la diferencia con sus comienzos. «Son niños que no lo tienen tan fácil como lo tuve yo. En nuestro caso te llevaba tu madre a clase, te compraba el instrumento, te animaba a estudiar, nada que ver con su historia por eso tienen un valor añadido. A veces tienen que pelear por ir a clase de música. Son pequeños y frágiles pero ves su evolución en dos meses».

De las Delicias a La Victoria, pasando por el Auditorio, Paula se mueve desde hace poco en bici. «Es agradable sentir que eres tu propio motor, que tu energía te mueve y da cierta sensación de independencia». La canalización de esa energía la lleva cada mañana, 7:00h., a ser la primera en el gimnasio. «Me viene bien para la espalda, necesito mi dosis». Hubo un tiempo que administraba la adrenalina haciendo ejercicio poco tiempo antes de los conciertos. «Una hora de pesas, me duchaba en el auditorio y me sentaba con mi traje negro a tocar».

Ahora prefiere sentir más serenamente las vibraciones en el escenario. «Este es un trabajo en equipo y a veces cruzas la mirada de un compañero sabiendo que los dos estamos sintiendo lo mismo, y es bonito». Se confiesa «supermirona», afición alentada por su cinefilia. «Cuando tocamos Blancanieves me pasé la peli mirando la pantalla. Me encanta el cine, suelo darme un atracón en la Seminci, son películas que tocan fibras distintas, te abren ventanas y yo voy a llorar». Y aquí llega su faceta de termómetro emocional. «Soy la llorona oficial, hasta el punto que a veces voy a ver tocar a los compañeros y me preguntan ¿no te gustó? o ¿lloraste poco?, porque si no lloro parece que no fue suficientemente emotivo».

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