Borrar
El destino escrito en pentagramas

El destino escrito en pentagramas

Emilio Climent, trompa de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León

Victoria M. Niño

Viernes, 25 de julio 2014, 12:33

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

La música me lo ha dado todo». Suena folclórico pero así lo siente el otrora apodado Farruquito o Antonio Flores por su larga melena. «Gracias a la música tengo trabajo, viajes, amigos, mujer e hijos». Intentó seguir los pasos paternos en Empresariales y pronto retomó el impulso primigenio, la trompa. Emilio Climent ocupa silla con vistas al viento-madera y la cuerda de la Sinfónica de Castilla y León desde hace 16 años.

Una mosca bajo la labio inferior es la reminiscencia de aquella cabellera. Aún está bajo el efecto Auserón. «Me hice una foto con él. Le dije que era fan suyo, me preguntó ¿ya no? y le contesté, es que me he hecho mayor». Disfrutó tocando con Juan Perro. «Me ocurrió también con Rufus Wainwright, está muy bien mezclar estilos y públicos». Aunque el sueño musical de este trompista pasa por la Octava de Mahler, por poner un ejemplo ambicioso. «La próxima temporada haremos la Segunda con Bringuier», se relame este músico curtido en banda. «Fui a la de mi pueblo, Xirivella. Quería tocar la trompeta pero al director le parecía que entonaba bien y me dio una trompa. Ahora no la cambiaría por 200 trompetas, por su sonido, por su repertorio grandioso». Esa contrariedad marca sus elecciones que desembocan en su felicidad presente. No cree en el destino, pero la zigzagueante trayectoria parece delineada con premeditación. El primer aprendizaje de su instrumento, ese que permite «desde el sonido más dulce al más agresivo», lo hizo con un trompetista. «Menos mal que me corrigió el abuelo de una amiga de mi hermana, sus nietos también eran trompistas». Aquel hombre le enseñó la digitación adecuada y le preparó el ingreso en el Conservatorio.

La seriedad de la enseñanza reglada tenía poco que ver con el ambiente de la banda. «Con ocho años tocabas al lado de un señor de 60. Se fumaba en los ensayos, la gente dejaba el cigarrillo en el atril cuando tenía que tocar. Era otra España impensable hoy. La banda te curte, te prepara para aguantar a un mal director, tienes más reflejos. También fue mi agencia de viajes. Con la banda cogí el primer avión, a Argentina nada menos, 16 horas con escala. Te da una chispa diferente».

La lección de Bragado

Desde pequeños los padres le dejaron claro a Emilio y su hermana que ellos eran su inversión. «Lo que somos es gracias a sus sacrificios». Cuando cursaba cuarto, su madre fue a preguntar al profesor del Conservatorio,: «¿cómo va el xiquet?». Le pidió que le diera clase en verano, pero el maestro no aceptaba. «Tras mucho insistir, accedió. Tardé dos horas en autobús desde mi pueblo al suyo. Me pidió tocar una escala y me dijo cuando quieras trabajar, vuelves, me echó a los cinco minutos». Con 14 años ese golpe tuvo efecto certero. «Ya lo decía Solti, algo tan repetitivo como la técnica instrumental no gusta a un niño a menos que sea un genio. En la infancia la música o es un juego o es imposible».

A la hora de concretar oficio, Emilio expresó su deseo: «Quiero ser músico» y su padre le retó, «demuéstramelo». Terminó el conservatorio en Valencia y logró una beca para Holanda. Otro zig zag del destino, quería estudiar con un gran trompista, Vicente Zarzo, que enseñaba en La Haya. Primer encuentro con Valencia fuera de Valencia, también Zarzo es valenciano. «Esa fue mi mili, allí aprendí a vivir».

Antes de irse había comenzado a tocar con orquestas en España: Bilbao, Pamplona, Castilla y León... «pasé por casi todas. Al volver de Holanda hice la prueba aquí. Max Bragado decidió que lo había hecho bien pero era demasiado joven para ser trompa solista. Gracias a los compañeros me empezaron a llamar por programas». Vivió diez meses en el Hotel Imperial. En esa recepción aprendió que «en Valladolid cuesta hacer un amigo, pero luego es para siempre. Una noche en Valencia haces 100 y a la mañana siguiente no tienes ninguno». Pasó una prueba anual durante un lustro. «Siempre era el mejor pero Bragado no me daba la plaza». Así aprendió la lección de la oportunidad y su caprichosa relación con el talento. A cambio, recibió el regalo de los compañeros de su sección. «Nos llevamos muy bien, somos inquietos, proponemos cosas distintas, lo peor en esto es apalancarse».

Como tienen pentagramas más vacíos que la cuerda, la ocasión para la tertulia se multiplica y la aprovechan. «La orquesta es un organismo vivo, siempre en transformación». Entre los momentos más tristes, la pérdida de su compañero José Zarzo. El segundo encuentro con su tierra fuera de ella le ocurrió aquí. Vino a las filas de los violines una valenciana, que había seguido las huellas de Emilio, mismo conservatorio, JONDE, Valladolid. Y aquí han nacido sus dos hijos. Climent se ha centrado en la comida mediterránea por ellos. Cocinar es su pasión y degustarlo, su goce. «Aunque no lo parezca, como mucho», se disculpa. Los nervios optimizan el metabolismo de este seguidor de Masterchef. «Me gustaba hacer rarezas. Preparo unas albóndigas de calabacín griegas muy buenas». De aquí le gustan las torrijas y el lechazo. «Domino las patatas a la importancia y de Salamanca aprendí las patatas meneás por un trabajo de clase de mi hijo. En arroces, mi especialidad es el negro y al horno». Valladolid le amplió el registro gastronómico y vitivinícola y la orquesta le desvirgó el oído. «Lo más bonito es la primera vez que vas a un concierto sinfónico sin saber nada. Esa impresión no se olvida. Ahora echo de menos no tener esa inocencia, sin querer atiendes a cuestiones técnicas». Para recuperar esa sensación, le gustaría tocar más en la calle, cerca de la gente.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios