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Julio lanza el avión y se queda con la música. Posa con un clarinete bajo que mide 140 cm, por eso se curva la parte superior e inferior.

El aprendiz de piloto que devino en músico profesional

Julio Perpiñá, clarinete de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León

Victoria M. Niño

Jueves, 17 de julio 2014, 11:42

Cuando era un chaval, por la tarde se quedaba solo en las calles de Villamarchante. Sus amigos le decían que iban a pilotar un avión, experiencia aún vetada para él, que era el más pequeño. Julio Perpiñá no tardó en pedir a su madre que le llevara al misterioso avión y ella descubrió pronto que el hangar era una academia de música. Yallí fue él también, a solfear y a tocar en la banda del pueblo valenciano. Hoy es el único de su pandilla que se dedica profesionalmente a pilotar aviones. Julio es el primer tutti de los clarinetes de la Sinfónica de Castilla y León, y clarinete bajo solista cuando el programa lo requiere.

Aquel aprendiz de Saint-Exupéry quería tocar el trombón, pero un familiar le inclinó hacia el clarinete. Ahora lo agradece «hay que tener mucho fondo para el trombón, a los cincuenta están tocados». De la academia local pasó al Conservatorio de Liria. «Eran muy selectivos. Me admitían si elegía el clarinete, la flauta o el oboe», así que el tiempo le vino a dar la razón al pariente. Los primeros bolos los hizo en la orquesta municipal de Valencia y luego marchó a Madrid a recibir clases de los profesores de la Orquesta Nacional y de la Orquesta de RTVE. «Con 22 años, en 1985, me hablaron de que se convocaban plazas en la Orquesta de Valladolid». Y vino a la capital del Pisuerga.

El joven, con la luz mediterránea en la recámara de su iris oscuro, llegó en «época de nieblas. Durante dos semanas se cumplió lo que me habían dicho, no vi el edificio frente a mi ventana. Me pareció la ciudad más triste y gris». A pesar de todo, hizo la prueba y se quedó.

Aquella orquesta municipal ensayaba en la Casa Revilla. «Cuando me preguntaban en la calle por mi trabajo y decía que era músico, la gente se extrañaba, no concebían que me pagaran por ello. Había una gran incultura musical. La ciudad y la orquesta ha vivido una transformación espectacular. Ahora me siento muy orgulloso de ambas».

Perpiñá es uno de los pocos que se quedó cuando se disolvió la Orquesta de Valladolid para crearse la de Castilla y León. «Creo que fue más un problema político, no había coincidencia de color entre las dos administraciones. Nos liquidaron. Muchos se fueron, otros se quedaron en la docencia o no pasaron la audición para la OSCyL». Él, sí. Ya se había reinventado una vez, le costó y este músico tenaz y apasionado no quiso abandonar el sinfonismo que tanto le había hecho trabajar. «La orquesta fue para mí un mundo nuevo, yo venía de las bandas. Lo que hacíamos allí no tenía nada que ver. Al principio pasaba rubor, pensaba aquí no pego ni con cola. Tuve que empezar de cero, a estudiar otra vez».

Su instrumento tiene distinta función. «El clarinete de la banda equivale al violín, hace ese papel.En la orquesta tiene su propia personalidad. No es tan virtuosa pero exige mucha calidad».

En sus primeros años castellanos al llegar las vísperas de las fallas, no ponía la televisión. «Lo echaba mucho de menos. Luego he sabido que en Tudela hay una comunidad de vecinos que quemaba su propia falla. Pero ahora ya me siento de aquí aunque sea el valenciano y cuando voy allí sea el señor de Valladolid».

Vocación fundacional

Como otros colegas, compatibilizó la silla en la orquesta con la docencia en el Conservatorio. Recorrió sus sedes antiguas, el edificio de la Diputación, la calle Dos de Mayo, la Casa Cuna. A su entonces directora, Angelines Porres, le propuso crear una banda. «Me parecía que era una necesidad, no tenía sentido que los chavales estudiaran siempre solos. Existían las bandas de toda la vida, la de Peñafiel, la de Medina y Olmedo, pero en la ciudad no había». Y así salió a la luz su vocación fundacional de bandas, el hilo invisible que le devuelve a su infancia. Después de aquella, fundó la Banda Sinfónica de Arroyo de la Encomienda. «Llevo al frente ocho años. Empezamos con 25 músicos y ahora somos entre 70 y 80. Suena muy bien». No ha perdido la ilusión pero a veces le desanima la falta de disciplina. Quien es capaz de sumar la desinteresada colaboración de otros solistas de la OSCyL, «es una gran motivación para los músicos de la banda tocar con gente tan buena», se desgasta pidiendo puntualidad y respeto para quienes se lo toman en serio. «Luego disfrutan mucho en los conciertos, pero a eso se llega trabajando», dice quien tiene presente que «con el talento se nace, pero luego hay que cultivarlo». Entre sus músicos, uno muy obediente, su propio hijo, que quiere seguir los pasos del padre.

El fútbol y las paellas han sido sus evasiones extramusicales. «Al principio llamaba a mi madre cuando hacía una hasta que, después de 40 malas, me salió una buena».de entre tanta variedad, se queda con la «valenciana, la de verduras y carne». esa es su especialidad. Pero prefiere no abundar en ese frente, ya que es muy feroz la competencia entre los vientos de la OSCyL.

Colgó las botas de fútbol cuando se lo mandaron las rodillas. Sin embargo el deporte rey le sirve para establecer símiles constructivos. «En una orquesta, como en el fútbol, es importante la figura del entrenador o sea del director titular. Él es quien tiene la capacidad para exigir, motivar, involucrar al equipo. Es la persona que integra a todos». Echa de menos ese entrenador así como un gerente. No confía demasiado en la trascendencia de las encuestas semanales a los músicos, en las que opinan sobre los programas, directores y solistas. «Nunca ganaron los titulares que yo voté». A pesar de esa contrariedad en las urnas, está orgulloso de la OSCyL. «Tenemos una programación para la próxima temporada muy atractiva, no tiene nada que envidiar a la mejor orquesta de España». Comienzan las vacaciones, vuelve a su Mediterráneo. Escuchará pasodobles, «nunca faltan en una banda», pero no le tienta el baile, «soy demasiado rígido».

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