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«Uff, uff, uff, qué mal huele», dicen los chavales –sus ojos achinados, la nariz arrugada, gesto más de asco que de sorpresa–, nada más poner un pie en el interior del palomar que la familia de Cristina Vega tiene en Villanueva de los Caballeros (172 vecinos empadronados). Para todos es su primera vez aquí adentro... Hacen fotos y selfis. Y alguno muestra sus dudas antes de entrar: «¿Y si nos cagan?».
Cristina esboza una sonrisa antes de contestar la siguiente pregunta:«¿Cuántas palomas tenéis?». «Ya nos gustaría saberlo, pero es casi imposible, contarlas», contesta Cristina, quien ayer por la tarde hizo de anfitriona de los 65 estudiantes del instituto La Merced (primero de Secundaria, entre 11 y 13 años) que participaron en un programa social y educativo ideado por Santiago de Castro y desarrollado en el marco de La Ciudad Imaginada, un foro de debate de ideas que todos los años se celebra en Valladolid.
El proyecto se llama 'Pueblos para aprender' y la premisa es muy sencilla:acercar hasta el medio rural a chavales urbanitas para que conozcan las realidades cotidianas de los pueblos. Oficios, juegos, formas de vida, tradiciones que rara vez pueden encontrar en la ciudad. «La idea es usar el entorno rural como aula, aprovechar los recursos que aquí encontramos para incluirlos en varias disciplinas», explica Carlos Hernández, profesor del instituto La Merced. La visita a la iglesia del pueblo sirve, por ejemplo, para explicar arte, dibujo técnico y matemáticas (cómo medir la altura de la torre a partir de su sombra). Para EducaciónFísica se ha recurrido a juegos como la calva y la tanga. Y para despertar la curiosidad, basta con entrevistar al alguacil del pueblo, al juez de paz, a los agricultores.
«Tranquilos, tranquilos, que no hacen nada», dice Antonio Santiago Villafáfila, ganadero jubilado, mientras abre la verja del establo que ahora atiende su hijo. Hay más de 150 chotos frisones. «¿Son chicos? ¡Pero si parecen vacas!», se sorprende Carla, una de las adolescentes que, móvil en mano, recorre la explotación. «No os preocupéis, que son muy tranquilos», insiste Antonio, al tiempo que acaricia la cabeza de Duque y Perla, los mastines que custodian la propiedad. Los perros, juguetones ante tanta visita inesperada, no se apartan de los pies de los chavales.
«Yo no tengo animales en casa porque no me dejan tener perro, y mira todos los que hay aquí», dice Dilhan, su mano cerca del morro de los chotos. «¿Tenéis alguna pregunta? ¿Queréis que os cuente algo concreto?», les interpela Antonio. Y Sergio es el primero en romper el fuego: «¿Cómo se reproducen?». Es la primera de una lista de preguntas que traen preparadas de clase. Que qué comen (un compuesto de cebada, maíz y soja con vitaminas), que cuánta agua beben al día (una media de treinta litros), que qué es lo más duro de este trabajo (no tener ni un solo día de vacaciones).
–¿Ni uno solo?
–Ni uno. Hay que atender a los animales también en Navidad, en Nochevieja o en Reyes. Aquí no sabemos lo que son las vacaciones.
Y los chavales se miran entre sí.
«Una cosa es la despoblación y otra bien distinta el abandono del medio rural», explica Santiago de Castro, promotor de la idea. «Si la primera apenas tiene vuelta atrás, el segundo no solo no debe producirse, sino que se puede evitar. El mundo rural es un libro abierto para que nuestros alumnos encuentren en él una proyección directa de cuanto estudian en las aulas:su flora y fauna, sus cultivos y recursos económicos, su patrimonio artístico y cultural, su lenguaje, sus oficios».
Oficios que, en muchos casos, corren el riesgo de desaparecer. Isidro Calvo, «vecino de fin de semana» (vive en la capital, regresa al pueblo los viernes por la tarde) habla por desgracia en pasado cuando pasea por el camino del monte: «Esto era un establo, aquí había tres lagunas, antes esto eran naves avícolas... Y aún así, somos un pueblo privilegiado. Hay dos bares, una tienda de alimentación, todos los días menos el domingo vienen desde Urueña a repartir el pan; la carne y la fruta desde San Pedro de Latarce», explica.
«¿Ves? Yo lo que más echaría de menos son las tiendas. La gente es muy maja, pero son muy pocos», dice Mara (12 años), quien, sin embargo, tiene pueblo familiar (Losilla de Alba, en Zamora). «A mí no me gustaría vivir aquí, sin wifi [el único público es el de un bar], sin nada, sin cobertura», dice Pablo (12 años), a bordo de una bici y con un pinzón en las manos para jugar a las cintas, un torneo tradicional que aún hoy se celebra a caballo por San Isidro y que en verano sustituye corceles y burros por las bicicletas. «Anda que no hace que no monto yo en bici», reconoce Marco (12 años), aficionado al baloncesto:«He visto que tienen canasta, pero no pabellón».
Muchos de los alumnos de la capital tardan apenas cinco minutos a pie en llegar al instituto. Los de Villanueva de los Caballeros (hay ocho vecinos empadronados con menos de 18 años) tienen que recorrer 22 kilómetros en autobús hasta Medina de Rioseco. Ylos más pequeños, que acercarse a los municipios del entorno, porque hace años que el cole del pueblo cerró. Pero todavía queda vida, atractivos y tradiciones para enseñar a los niños de ciudad, como el arte de hacer chorizos o el compañerismo que se establece entre las mujeres que acuden a las Aulas de Cultura.
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