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Cuando Carolina Dávila se quedó embarazada por primera vez, fue toda una sorpresa. Tenía 37 años y nunca se había planteado la idea de ser ... madre. Era algo que no entraba en sus planes. El embarazo finalizó también de forma sorpresiva a los tres meses de gestación. Aquel aborto espontáneo despertó algo nuevo en ella, el instinto maternal. Fue entonces cuando empezó a desear con fuerza tener un hijo, lo que no sabía es que el camino no sería fácil ni rápido.
Durante dos años intentó concebir de forma natural. La espera, sumada a la presión social y médica, fue agotadora. «Te empiezas a obsesionar un poco. Todo empieza a ser muy medido: los días fértiles, los síntomas, los test… Y por otro lado te dicen que te tienes que relajar… pero es imposible», dice. Ella y su pareja decidieron inscribirse en el programa de fecundación asistida, en el Hospital Clínico. Era consciente de que el tiempo jugaba en su contra, porque la edad límite, los 40 años que marca el programa, estaba cada vez más cerca. Y tal y como le habían dicho, el embarazo llegó cuando se relajó.
La pequeña Laia vino al mundo en agosto de 2011, poco antes de cumplir los 40 años. Para Carolina, el embarazo lo cambió todo en su vida. Siempre le habían gustado los niños, pero fue en esos meses cuando descubrió su verdadera vocación, la pedagogía. «Empecé a leer sobre Montessori y ahí se me abrió una ventana. Fue un cambio de vida, una nueva mirada hacia la infancia y hacia el ser humano», explica. Aquello le hizo querer emprender y montar su propia escuela infantil que hoy sigue dirigiendo.
Carolina reconoce que Laia es su maestra de vida. «He ido creciendo a la vez que ella. Me ha ayudado a entender la infancia y ahora también la adolescencia», explica. Con los años de experiencia como madre y también educadora infantil, Carolina ha desarrollado una sensibilidad especial por la importancia del cuidado emocional en los más pequeños. «Desde que nacemos nos preocupamos por todo lo que tenga que ver con lo físico de nuestros hijos, si se le caen los dientes, si tienen gases, si se hacen daño…, sin embargo, nadie se ocupa de cuidar las emociones, a no ser que algo vaya mal. No nos damos cuenta de lo importante que es el cerebro, que es el motor de nuestra vida», opina.
Asegura que existe un discurso social del lamento constante —«ya verás los cólicos, ya verás las rabietas»—, pero esta madre propone otra mirada. «¿Por qué todo tiene que ser un quejido? Si un bebé no duerme o llora es porque es un bebé. Es natural. No podemos vivir quejándonos de lo que es lógico», prosigue. Ella está convencida de que la edad no es un obstáculo, por eso opina que ser madre cerca de los 40 requiere de «muchísima paciencia y muchísimas ganas de cambiar. Somos los adultos los que tenemos que cambiar para mostrar a nuestros hijos un mundo bonito e ilusionante», opina.
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