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Trabajadores de la Casa de la Beneficencia, en la primera planta. GABRIEL VILLAMIL

En el corazón de una residencia de ancianos: «Hemos vivido días de terror. Ahora empezamos a ver la luz»

La Casa de Beneficencia fue la primera residencia en la que saltaron las alarmas. Hoy, después de ver morir a 39 de sus residentes y tras controlar el foco de la pandemia, comienza un nuevo tiempo de esperanza

Víctor Vela

Valladolid

Domingo, 19 de abril 2020, 08:23

Nadie se ha entretenido en cambiar la hora (a las dos serían las tres desde finales de marzo) en el reloj de madera que cuelga de una de las paredes de esta sala aún vacía. Nadie ha arrancado la hoja del mes vencido y todavía no es abril en este calendario que vio pasar lo peor. Un silencio triste, espeso, como de hormigón (horas viejas, días pasados) ha devorado el jolgorio de cartas, charlas y líneas de bingo que hasta hace poco más de un mes se desplegaba en este salón común de la Casa de Beneficencia. Nadie ha cambiado la hora. Nadie recibió la primavera. Nadie ha tenido tiempo para contar el tiempo.

Porque en las habitaciones de arriba ha muerto gente (36 residentes de un total de 170, tres de las ocho religiosas de las Hijas de la Caridad que colaboran en la gestión del centro). Porque hubo tantos trabajadores de baja (más de un tercio) que parecía imposible llegar a mañana. Porque el coronavirus, como en tantas residencias más, fue especialmente venenoso en este foco de infección. «Hemos vivido días horribles, de terror. Pero empezamos a tener esperanza».

Victoria. 81 años. El lunes 16 de marzo comenzó a tener síntomas. Posiblemente neumonía. Aquella noche empeoró. «Fue muy rápido, súbito». A las ocho de la mañana le trasladaron al Clínico. A las pocas horas, falleció. Al día siguiente, confirmaron que por covid-19. La primera víctima por coronavirus en la Casa de Beneficencia. La primera notificada en público en un residencia de ancianos de Castilla y León (hasta este viernes, casi 2.000 ). El inicio de una pesadilla de la que la Casa de Beneficencia, con 202 años de historia, se empieza a despertar.

«Ahora lo tenemos encauzado. Llevamos casi diez días sin fallecidos, salvo un caso. Ya se han recuperado trabajadores veteranos que tuvieron que coger la baja. El lunes pasado se hicieron los análisis a todos los residentes. Con algunos nos llevamos sorpresa: personas que daban positivo sin tener síntomas, algunos que sí que los tenían y ya habían pasado la enfermedad. La cosa no tiene aún nada que ver con la vida normal de una residencia. Las salas comunes están cerradas. Los mayores, confinados en las habitaciones. Algunos, ni siquiera en la suya, porque les hemos tenido que reorganizar. Pero empezamos a ver la luz».

Dos días antes de que el sábado 14 de marzo el Gobierno decretara el estado de alarma, la Casa de Beneficencia (residencia privada sin ánimo de lucro) recibía, como todas las demás, una instrucción de la Consejería de Familia en la que se restringían las visitas (una al día por residente) y se recomendaba que aquellos que tuvieran síntomas no accedieran a las instalaciones. «Al principio, todo el mundo, también las autoridades, pensaban que se trataba de una gripe. Incluso lo habíamos comentado: qué raro que este año no hemos tenido ninguna. Porque las gripes aquí son complicadas. Cuando llegan fuerte, pueden morir seis personas en un año. Son mayores, tienen patologías», explica Mariano Reglero, presidente de la asociación Casa de Beneficencia. Una gripe, parecía al principio. Tal vez un poco más virulenta que otros inviernos. Pero no una pandemia.

El sábado 14, decreto de alarma. El martes 17, la hospitalización de Victoria. El miércoles 18, su fallecimiento. El jueves 19, la segunda muerte. 83 años.También con síntomas. Desde la Consejería de Sanidad se les dijo entonces que debían separar a los posibles contagiados de los asintomáticos. «Pero para nosotros ya era un momento crítico. Teníamos veinte trabajadores de baja. Al día siguiente, ya 30, de un total de 80.

Solicitamos a la gerencia de Valladolid Oeste medios extraordinarios para que nos ayudaran». Ese viernes 20 (tercer fallecido), un mensaje de Whatsapp corrió de teléfono en teléfono. El centro reconocía que la situación era «desesperante y dramática», que no había personal para atender a los mayores. Pedían la ayuda de profesionales y voluntarios que pudieran trabajar en un centro que, ante la opinión pública, se convirtió en el epicentro del horror en Valladolid. La Fiscalía ha anunciado que investigará lo sucedido. «Desde el principio tomamos la decisión de ser transparentes. De que hubiera conocimiento social de la situación. Cada residencia tiene lo suyo y sabe cómo lo gestiona. Nosotros no tuvimos ninguna duda de que la información debía trascender, de que los familiares lo debían saber. Y además, es que necesitábamos ayuda».

Aquel viernes por la tarde, la Unidad Militar de Emergencias (UME) intervino en el centro. La primera residencia de ancianos donde fue necesaria su presencia. «Fue cuando se puso de manifiesto que había un brote». Desinfectaron las zonas comunes, los pasillos, algunas habitaciones. Diseñaron una redistribución de los residentes que todavía hoy se mantiene. «Aquel fue un día caótico, para olvidar».

Hay unos carteles pegados en la puerta de cada uno de los tres ascensores de la residencia. El de la izquierda es para uso exclusivo del personal que sube a la primera planta (donde están los residentes con coronavirus). El del medio permite acceder a la segunda (con las habitaciones de aquellos que estuvieron en contacto con personas contagiadas). El de la derecha lleva a la tercera planta, donde están los sanos.Hasta ese momento, la distribución dependía del grado de dependencia, de quiénes necesitaban apoyo, de aquellos que eran «válidos», completamente autónomos. Hoy, desde aquella decisión de la UME, ese reparto en pisos depende de la incidencia del coronavirus. «Zonas limpias y sucias», según la designación que usa la Consejería de Sanidad. Cada una, con su propio 'office', sin intercambiar las vajillas en las que se lleva la comida a cada anciano en su habitación.  

El sábado 21 empezó una gestión «de crisis». Lo primero y básico era rearmarse con trabajadores. «En turnos en los que tenía que haber 14, apenas entraban cuatro». Se pusieron en contacto con gestorías, asesorías. También llamaron a empresas de trabajo temporal. La respuesta fue:'No encontramos a nadie disponible'. Pero sí que hubo un clamor ante aquel 'whatsapp' desesperado escrito unas horas antes. Cuarenta personas (algunas, familiares de los residentes) se ofrecieron para colaborar, para echar una mano enguantada en la lucha contra el virus. Gerocultores, enfermeros, personal de limpieza.

«Algunos planteaban dudas sobre qué había qué hacer, cuántas horas, qué protección tendrían. Ninguno nos preguntó por el sueldo, por cuánto iban a cobrar», resalta Isabel Martín, directora del colegio La Milagrosa (centro y residencia dependen de la misma entidad), quien desde aquel día ha cambiado la vertiente educativa por la urgencia sanitaria.

«En el colegio tenemos un ciclo de atención a personas en situación de dependencia. Muchos de los que han trabajado estos días con nosotros son estudiantes y exalumnos del centro, jóvenes que han aprendido entre estas cuatro paredes, algunos desde que tenían tres años. Yque ante esta situación, han venido para colaborar». En varios casos, en muchos, con incorporación inmediata. «Nos llamaban y cuando preguntaban: '¿Cuándo empiezo?', les decíamos:'Ya, si puede ser, ya'», cuenta Isabel.

El domingo 22 de marzo, Belén Romera, quien colaboraba como voluntaria –su madre, ingresada en la residencia–, se convirtió en la coordinadora interina, justo en el momento más delicado. «Desde aquel viernes que vino la UME hasta el martes 24 fueron unos días muy complicados. Nos daba la sensación de que no íbamos a ser capaces de revertir esta situación».

Ya eran ocho los fallecidos. El viernes 27 fue la jornada más trágica: cuatro muertes en un solo día. Esa semana se incorporó Nicolás Díez, director interino. La primera buena noticia llegó el 1 de abril: ninguna víctima ese día. Después, hasta el 6 de abril, ha habido más bajas. No más de una al día. Desde entonces, la situación está estable. Sin más muertes en diez días (salvo una el miércoles 15). El trágico balance es de 37 residentes fallecidos (una de ellas, religiosa). Y dos hermanas más. Sor Tomasa, sor Ramona, sor Juana. Precisamente ahora, estos días, tendrían que celebrar los 150 años de labor de las Hijas de la Caridad en el centro. También sor Elo, enfermera, dio positivo. Y sor Julita Maeso, trabajadora social. El día 18 le confirmaron que tenía coronavirus y ha permanecido en cuarentena, confinada en su habitación de la cuarta planta. Esta semana «por fin» se ha podido reincorporar al trabajo. «Sentía una impotencia enorme. Porque había personas que se morían a mi alrededor. Yyo tenía que estar encerrada, sin poder ayudarlas».

«En ningún momento nos hemos sentido desamparados», asegura Reglero. «¿Que nos hubiera gustado que se nos facilitara algún respirador? A lo mejor. Pero eso ya son decisiones médicas. Desde el primer momento hemos contado con un médico y una enfermera del centro de salud La Magdalena, que se han sumado a nuestro equipo sanitario. Sanidad creó los grupos covid residencias y decidió que las personas con síntomas no se trasladaban a los hospitales, que serían atendidas en las residencias. Las derivaciones las decide Sanidad, pero la relación ha sido estrecha entre los médicos de la residencia y los del centro de salud», asegura el presidente de Casa de Beneficencia.

Arriba, Carlos Casanova (videpresidente de la asociación Casa de Beneficencia), sor Julita Maeso (trabajadora social), Mariano Reglero (presidente), Belén Romera (coordniadora interina) e Isabel Martín. Debajo material sanitario en el vestíbulo y una trabajadora saluda desde la puerta. GABRIEL VILLAMIL
Imagen principal - Arriba, Carlos Casanova (videpresidente de la asociación Casa de Beneficencia), sor Julita Maeso (trabajadora social), Mariano Reglero (presidente), Belén Romera (coordniadora interina) e Isabel Martín. Debajo material sanitario en el vestíbulo y una trabajadora saluda desde la puerta.
Imagen secundaria 1 - Arriba, Carlos Casanova (videpresidente de la asociación Casa de Beneficencia), sor Julita Maeso (trabajadora social), Mariano Reglero (presidente), Belén Romera (coordniadora interina) e Isabel Martín. Debajo material sanitario en el vestíbulo y una trabajadora saluda desde la puerta.
Imagen secundaria 2 - Arriba, Carlos Casanova (videpresidente de la asociación Casa de Beneficencia), sor Julita Maeso (trabajadora social), Mariano Reglero (presidente), Belén Romera (coordniadora interina) e Isabel Martín. Debajo material sanitario en el vestíbulo y una trabajadora saluda desde la puerta.

Eran los médicos quienes se encargaban de informar a las familias del estado de salud de sus seres queridos. En ocasiones, quienes transmitían la peor de las noticias. «Durante aquel fin de semana durísimo del 21 y 22 de mazo tuvimos que interrumpir la comunicación con los familiares. En realidad no fue una decisión como tal, es que no se podía coger el teléfono. No había nadie libre para hacerlo. La atención estaba en el control del virus, aunque sí que se informó a las familias de los pacientes más graves», dice Belén Romera. Hubo videollamadas para despedirse. Cuando la situación era ya muy delicada, cuando los peores presagios se estaban a punto de cumplir, la imagen de los hijos, del padre o la madre al otro lado del teléfono fue el único consuelo antes de decirse adiós. Para siempre. «Hemos vivido momentos muy duros. Ver entrar a la funeraria, cómo se llevaban el cadáver. Y saber que su familia no se iba a despedir...».

«Desde el lunes 23, cuando empezamos a controlar la situación, conseguimos organizar un equipo que mantiene en contacto a los abuelos y sus familias». Con videollamadas. Con Whatsapp. Con charlas múltiples que permiten conversaciones múltiples con varios hijos a la vez. Todos juntos. Algunos, hasta lugares tan lejanos como Australia. «Cuando ves que se lanzan besos, que les dicen te quiero, cuánto te echo de menos... no puedes evitar la emoción. Es una generación que ha vivido momentos muy duros, que ha superado la Guerra Civil. Y ahora... El otro día, uno comentaba:'No salimos a la calle porque, como se decía en mi época, hay tiros'».

«Al principio, los familiares estuvieron muy asustados. Y lo comprendemos. Llegaban muy malas noticias. Ahora son conscientes de nuestro esfuerzo y cuidado», comenta Reglero. «Es muy difícil hoy, después, decir qué se podría haber hecho y qué no. Hay cosas que seguro que se podrían haber hecho mejor. Pero una residencia no es un hospital. Ni hay manera de convertirlo en hospital. La gente hacía vida normal, tenía contacto. En el comedor, con las visitas, en el salón de actos. Las residencias de mayores son una necesidad social. Y todos los modelos son válidos. El coronavirus no ha hecho distinciones entre un modelo de gestión u otro, sean públicas o privadas. Ha dado igual. Pero hay que ser capaces de recuperarse», aseguran.

«Hasta hace unos días, nuestra máxima preocupación era la vida. Ese riesgo, afortunadamente, ya no existe. Ahora que vemos que las medidas funcionan, queremos recuperar la normalidad», dice Reglero. Poco a poco. Volver a poner los relojes en hora. Arrancar las hojas del calendario. Bendecir ese mensaje que en el vestíbulo, entre dibujitos de esquimales del último Carnaval, dice:«Cada minuto de la vida es un tesoro».

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