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Hosni Mubarak. :: A. DALSH-REUTERS
MUNDO

La obsesión de Mubarak por el orden ha hecho de Egipto un Estado policial

El presidente egipcio ha mantenido una actitud paternalista durante 30 años

PAULA ROSAS

Domingo, 30 de enero 2011, 02:08

«Estoy acostumbrado a no abandonar el campo de batalla». Hosni Mubarak, militar de carrera, hombre de orden, es proclive a las metáforas castrenses. Infatigable a sus 82 años, el presidente egipcio se aferra al poder con el mismo vigor con el que ha dirigido durante 30 años el destino de su pueblo. La cita, pronunciada hace tres años en una entrevista con esta corresponsal y otros medios españoles, se ha convertido en una cruda realidad. Egipto es hoy el escenario de una batalla, y el general no está dispuesto a abandonar.

Pese a la edad, Hosni Mubarak es un hombre de constitución imponente. Padece un poco de sordera y a veces le cuesta mantenerse mucho rato de pie debido, se rumorea, a la gota. De cerca impresiona la anchura de sus hombros y su apretón de manos, grandes como guantes de béisbol, es firme y casi intimidatorio. Quizás el empeoramiento de su salud en los dos últimos años le impide seguir con el ritmo de entrenamiento que tenía hasta hace poco. Gimnasia todas las tardes. Natación dos o tres días a la semana. E incluso partidos de squash. Fortaleza y vigor, las señas de identidad de un militar.

El orden y la estabilidad de Egipto han sido, durante estos 30 años, su obsesión. Retos, como el terrorismo islamista, no le han faltado. Pero la estabilidad -frágil y siempre al borde del estallido- se ha conseguido a base de mano dura, represión y la conversión de Egipto en un Estado policial. Y a costa de libertades.

Un ejemplo gráfico: en septiembre de 2008, parte de la meseta arcillosa donde se asienta el barrio de la Muqqatam, en El Cairo, se desprendió y toneladas de piedra sepultaron gran parte de las viviendas. La Muqqatam, con más de tres millones de habitantes, es el barrio más pobre de la capital, y el desprendimiento produjo una de las crisis humanitarias más graves de los últimos tiempos en la megalópolis. Aún se desconoce el número exacto de víctimas mortales, aunque superan con creces el medio millar. Los primeros en acudir al lugar -dos horas después de la catástrofe- fueron los antidisturbios, pertrechados con cascos y escudos. Esa misma tarde se presentaron los Hermanos Musulmanes en el barrio con mantas, yogures y pan para los damnificados.

El apoyo popular a la Hermandad tiene su origen en el gran agujero social que existe en Egipto. Mandar a los niños a la escuela, por ejemplo, aunque sea pública y pésima, supone un gasto que muchas familias no pueden sufragar. Así que muchos optan por enviarlos a la madrasa (escuela coránica), donde no solo reciben una educación -islamista- gratuita, sino que además almuerzan gratis.

La corrupción está extendida por todos los niveles de la administración, por lo que hacer cualquier gestión requiere de pequeñas, o grandes, mordidas. Egipto tenía 47 millones de habitantes cuando Mubarak accedió a la presidencia, con el cadáver de Anwar Sadat aún caliente. «Tomé las riendas del país cuando todo estaba fuera de control, sin agua, sin alcantarillado, sin red telefónica, sin carreteras ni infraestructuras», recordaba el presidente en aquella entrevista. Hoy, Egipto cuenta con casi 80 millones de habitantes, y su población crece en 1,3 millones al año. Un país donde gran parte de su población vive de la agricultura, pero donde la explosión demográfica y la erosión medioambiental hacen cada vez más miserable la vida de sus campesinos. Mubarak se mostraba entonces infatigable y paternalista: «Mientras haya trabajo lo voy a hacer. Si no soy capaz de seguir con mi trabajo o ayudar a la gente, entonces diré muchas gracias y me iré. Y alguien vendrá y se ocupará de todo». Los egipcios consideran hoy que ese momento ha llegado. Pero Mubarak, quizás por su avanzada sordera, no escucha.

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