Seis jerónimos mantienen en pie su orden en Segovia con la fe puesta en el relevo
Fray Andrés alude a la falta de vocaciones que ha asfixiado a un colectivo que celebra los cien años de su restauración
El compromiso de fray Andrés, uno de los seis monjes que mantienen en pie la orden de los jerónimos en el Monasterio del Parral, es ... tal que pide hacer por teléfono la conversación en la que pone en valor el legado al que ha dedicado su vida. Tecnología para evitar distracciones –una rutina cuidada de estudio y oración, la intensidad elegida de una vida en clausura– y guardar la salud a sus 80 años de cualquier contagio. Explica el peligro de extinción de los suyos por un problema global, el de la falta de vocaciones, elevado al cuadrado en su caso.
Si la provincia cuenta con los dedos de una mano los sacerdotes ordenados en la última década, añadir la austeridad más extrema a la ecuación dificulta aún más el relevo generacional. ¿Llegarán nuevos jerónimos antes de que se apague el periplo vital de la última camada? Él responde sin dudas. «¿El futuro? Inmenso. El futuro es Dios, en sus manos estamos».
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Los jerónimos surgieron en el siglo XIV por una necesidad que llegó a todos los estamentos sociales de la época. «Las congregaciones estaban un poco deterioradas. Los abades y priores eran grandes señores, tenían grandes posesiones. En aquel tiempo, los nobles, reyes y obispos empiezan a querer una vida austera. Nada más que oración y contemplación, sin contacto con el exterior», resume fray Andrés. Así surgieron 46 monasterios, siempre en la península, por eso se la conoce como la «españolísima» orden. No hubo, pues, salto a América. Hasta que la desamortización de Mendizábal de 1835 la suprimió. Los monasterios, con alrededor de mil monjes, cayeron en un abandono generalizado. Sus residentes buscaron acomodo en lo secular, en sus familias o se fueron «a trabajar por ahí». La mayoría de edificios acabó en ruinas; otras fueron rescatados por la Iglesia, cayeron en manos de otras órdenes religiosas o se reutilizaron como fábricas de cervezas, cebaderos de cerdos o fincas de recreo. «El Parral no ha sido nunca un monasterio muy poblado, tendría entonces unos cuarenta y tantos monjes».
«Las congregaciones estaban un poco deterioradas. Los abades y priores eran grandes señores, tenían grandes posesiones»
Fray Andrés
Monje jerónimo en Segovia
De un plumazo, se vació. Pero hubo una cláusula que permitió su renacer: una ley canónica que da un siglo para restaurar cualquier orden –ya sea por quiebra o por falta de personal– ante la Santa Sede. Fue el empeño personal de Manuel Sanz, un alcarreño que se ordenó sacerdote tras trabajar como ferroviario y director de un banco. Mientras cuidaba a su padre enfermo, llegó a sus manos una insignia del papa sobre San Jerónimo.
Era pupilo de José María Rubio, el apóstol de Vallecas y de otros barrios pobres de Madrid. «Todos creían que se iba a meter a jesuita». Cuando murió su padre, sorprendió a su mentor eligiendo a los jerónimos. «¡Pero si los jerónimos no existen!», replicó. «Pues yo los voy a restaurar». Ahí empezó su hercúlea tarea diplomática –cartas a Roma, visitas por doquier a los obispos– hasta que el papa no solo lo bendijo y aprobó, sino que apremió la restauración. El beato Manuel era un tipo influyente, con amigos poderosos, y le ofrecieron una casa en San Rafael, con capilla. Como pertenecía a la diócesis de Segovia, necesitaba el visto bueno del obispo, que puso como condición recuperar la sede en El Parral. «Cuando lo visitó, se le caen los hombros, esto era pura ruina». fray Andrés aún conserva una vieja fotografía que da fe ello.
No se rindió, emprendió los trámites para que el Estado cediera la propiedad del monasterio y en 1925 se mudó al Seminario de Segovia para vigilar las obras. «Una celda, una capilla… lo mínimo para poder vivir aquí». Llegó el 11 de agosto y no lo hizo solo. «No sabemos de dónde recluyó a los demás monjes que lo acompañaron». Queda el recuerdo de alguno como el padre Mariano, un sacerdote secular de Valladolid, alguien pudiente que se ordenó a título propio, sin depender del obispo. O el hermano Miguel, maestro de obra, que donó a la orden parte de su herencia: una tataranieta que tiene en Estados Unidos ha visitado El Parral. Como no había jerónimos para la enseñanza, el obispo puso a un agustino como docente para enseñar los primeros básicos de vida religiosa. «El caso es que el padre Manuel, que había tenido tanto protagonismo, una vez que ingresa aquí desaparece como por encanto». Aprendieron a ser jerónimos releyendo al historiador de los jerónimos, el padre Sigüenza, del siglo XVI, y con los recuerdos de las monjas de El Goloso, que habían preservado cantos.
Como ahora, entraron en 1925 seis monjes, que mantuvieron El Parral activo en los temblores políticos de la década siguiente, desde la batalla contra el clero de ciertos sectores de la República a la Guerra Civil. Incluso uno de los monjes se quedó como párroco de San Marcos e iba a decirles misa. La victoria franquista hizo que la Iglesia recuperase la jerarquía institucional perdida y que afloraran las vocaciones.
Fue el último periodo de esplendor, «una vida bien llevada» que extendió la orden por otros tres monasterios con una ocupación que no desmerecía al siglo XIX: San Isidoro del Campo (Sevilla, 1956), San Jerónimo de Yuste (Cáceres, 1958) y Nuestra Señora de los Ángeles (Alicante, 1964). Hasta que las vocaciones empezaron a escasear y la falta de relevo generacional fue cerrándolos.
«El Parral no ha sido nunca un monasterio muy poblado, tendría entonces unos cuarenta y tantos monjes»
Fray Andrés
Monje jerónimo en Segovia
En 1978, el sevillano y el alicantino; en 2010, el extremeño. Sobrevivió El Parral, por historia y porque «tenía las mejores condiciones para llevar la vida religiosa», desde recursos sanitarios a la cercanía con Madrid. Una capital de provincia frente a tres localidades más pequeñas y aisladas.
Cuando fray Andrés ingresó en Segovia, en el año 2000, aún había una decena de monjes. «En mejores edades de las que tenemos ahora». Y todavía quedaba en pie el de Yuste. Hoy, el más veterano tiene 97 años; el más joven está ya entrado en los 50. La orden abre las puertas a los sacerdotes, sin esconder la exigencia de su compromiso. Ayuda la tecnología, pues los medios digitales sirven de altavoz y facilitan la llegada unos pocos a «hacer la experiencia» de un mes; el último, un gallego que empezó su inmersión a principios de octubre, siguiendo los pasos de otros de Cataluña, Murcia o Valencia. «Para conocerlos y para que nos conozcan. Si la cosa prospera, se les transmite al postulantado».
Seis meses. De ahí, al noviciado: dos años. Pasan después a la profesión simple en la que prometen pobreza, castidad, obediencia y vida monástica durante tres años. El último paso es la profesión solemne: ser, en la práctica, un jerónimo más. Unos seis años de periplo que en estos momentos no está transitando nadie. Así las cosas, suena optimista pensar en el relevo. «Tenemos que creerlo, esto es una obra de Dios, él lo querrá. Y si no lo quiere, no pasa nada. No tenemos miedo».
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