Un truficultor junto a su perro que escarba para extraer el producto. El Norte

«Los primeros años es todo meter dinero»

La búsqueda de trufa no requiere de una raza de perro específica, aunque hay una italiana, el Lagotto Romagnolo, cuyos cachorros cuestan en torno a 2.000 euros

Miércoles, 4 de enero 2023, 13:29

José Ramón Severiano no es agricultor, pero sí tiene familia en el sector. Él apostó por cultivos alternativos y recibió una respuesta: si tan fácil ... lo ves, hazlo. Aceptó el reto y empezó a investigar suelos, hace ya doce años. «Busqué cursos y sitios donde pudiera formarme. Aragón, que va por delante del resto, tiene un centro de experimentación. Coche, maleta y a Huesca durante un año», relata. Así es como un director comercial entró en la truficultura profesional y aprendió cómo preparar el suelo para plantar una encina. Ello implicó un cambio drástico: de vivir en Madrid a asentarse en un pequeño pueblo cercano a la villa de Sepúlveda, una ubicación que prefiere no detallar por la seguridad de sus plantaciones.

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El sector bautiza los comienzos como la travesía del desierto: casi diez años para un rendimiento óptimo y unos cinco para sacar algo decente. «Los primeros años es todo meter dinero, pero todos los negocios tienen un retorno de inversión, tardes más o menos años. Si funciona bien y comercializas bien la trufa, el margen de rentabilidad es interesante», revela.

En el proceso hay un actor imprescindible: el perro. Hay quien entrena con él desde cachorro el aroma de la trufa y quien deja esta tarea en manos de un adiestrador profesional. «Requiere un trabajo casi diario de enterrar trufa y jugar para que se adapte a la búsqueda», explica José Ramón Severiano, quien apostó por la primera. La búsqueda no requiere de una raza específica, aunque hay una italiana, el Lagotto Romagnolo, cuyos cachorros cuestan en torno a 2.000 euros. Él tiene varios Braco, pastores alemanes de pelo corto. «Cualquier perro busca», dice. Los animales están con él en casa. En un día normal, dan un paseo por la plantación. «Para ellos es un juego, se desviven buscando trufa. Ya no hace falta ni decírselo», comenta el productor. Él les premia con comida cada vez que marcan la trufa. Todo empezó escondiéndola detrás del sofá.

Sin perro no hay calidad

Un truficultor veterano puede sacar alguna trufa superficial por sí mismo, pero son las sobras. «Sin perro no habría trufa de calidad porque marca la trufa cuando ya está emitiendo aroma, que es lo más importante», expone Severiano. Hay moscas que ponen sus huevos en la trufa como parte de ciclo reproductivo. O chapas, unas grietas que salen en el suelo. La extracción es posible, pero el perro determina el momento. «Una trufa verde pasa directamente a un estado de putrefacción, no madura nunca», añade.

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Él cuenta con unas doce hectáreas y la mayoría de su producto sale en exportación directa a franceses o italianos; el resto, a cuatro o cinco mayoristas nacionales. Vende todo, hasta las trufas pochas, llamadas 'gusano', que se pueden aprovechar tras un proceso de cocción para brisuras o determinadas salsas. Su historia demuestra que del hongo más pequeño en el pueblo más pequeño puede aflorar una vida grande.

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