Manolito, siempre en la memoria
«Si quedaba un halo de romanticismo era él; si afloraba el ingenio más explosivo, ahí estaba Manolo Lozano. Manolito, para los (muy) amigos»
Fernando Fernández Román
Jueves, 19 de junio 2025, 19:29
Hace mes y pico me lo encontré de sopetón en la Gran Vía de Majadahonda, al pie de la única casa molinera que se mantiene, ... tal cual, como reliquia de lo que fuera un enclave rural y ganadero, a medias entre el infierno de asfalto de Madrid y el frescor confortante de la sierra de Guadarrama; pero, en esta ocasión, ya no apareció aquel Manolo jovial, dicharachero, mitad jocundo, mitad profundo, que te ametrallaba con su incontenible locuacidad. Le acompañaba su esposa Jimena, una belleza de mujer que se trajo de Ecuador este vivaracho pájaro de pico largo y conciencia incólume, sano como una pera, de mente y de cuerpo, que recaló en los «madriles» allá por los años 50, ejerciendo un poco la capitanía de sus tres hermanos varones que le seguían en edad, Pablo, Eduardo y José Luis, todos ellos vinculados de por vida a este enredoso mundo de los toros, desde las facetas más variadas que imaginarse puedan.
Andando el tiempo, mantuve con todos ellos una estrecha amistad –discrepancias, al margen–, pero he de confesar que Manolito (siempre le llamé así) era, para mí, una debilidad irrenunciable. Nos citábamos por la mañana en la cafetería Atuel, en el Cerro del Espino, frente a la ciudad deportiva del Atlético de Madrid, y allí, junto a un majariego conocido suyo que se agregaba a la reunión, nos jugábamos el café a los chinos… hasta que, intencionadamente, le sacaba una conversación taurina y entrábamos en coloquios deliciosos, que él adornaba gráficamente con una lección de toreo de salón improvisada, ante el estupor de la clientela del establecimiento. Y es que Manolito siempre ampliaba sus tesis taurinas con la escenificación de las suertes. Era su especialidad… y mi tormento, porque lo podía hacer en plena calle, ante el estupor (y mi vergüenza) de los transeúntes.
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Me interesaba más abundar en sus affaire con Esperanza Roy en los años 60, o aquél afán por escribir una obra de teatro titulada «El Amor y las Mulas», basada en los intereses de los casorios en la España de la posguerra, en los cuales, la apetencia del hombre por conquistar a la belleza del lugar se fundaba en los pares de mulas que alojaba en su cuadra, signo inequívoco de la bonanza económica del interesado. «¡Me la tienes que escribir tú!», refunfuñaba a menudo: pero yo quería que me contara cosas y casos de su vida como novillero, empresario, rejoneador de urgencia y… matador de toros, merced a la alternativa que le diera Manuel Benítez El Cordobés en Tánger, tras una dura negociación con «El Pelos», con posterior sembradura de polvos de pica-pica en la chaquetilla del toricantano.
En cierta ocasión me preguntó Morante qué me parecía si le apoderaba Manolo Lozano. No lo dudé: «Fantástico». Y, en efecto, el de la Puebla estuvo toreando un año bajo la férula de este personaje singular, profundo conocedor de la gente del toro y del toro en el campo, porque estuvo implicado en todas las profesiones taurinas que se ejercen en tauromaquia. En la feria de Albacete del 86, le pedí el favor de que apoderara a Roberto Domínguez, entonces de «retiro» en Inglaterra. Lo aceptó, y consiguió que Roberto sacara el figurón del toreo que llevaba dentro.
Con su muerte se va un tipo genial, peculiar, irrepetible. Uno de esos personajes que, de cuando en vez , salen a flote de ese tremedal que flota, espeso y engullidor en este mundillo, peculiar también, de telas y pitones. La familia Lozano está de luto, y aquí, el firmante, un poco también. Si quedaba un halo de romanticismo era él; si afloraba el ingenio más explosivo, ahí estaba Manolo Lozano. Manolito, para los (muy) amigos. Querida Jimena: no te quedas sola en Majadahonda. Está contigo el recuerdo de un ser excepcional, y, por tanto, imperecedero. Lo tuviste por muchos años para ti sola, y también –permítemelo– un poquito para mí. Ten presente que recordar es volver a vivir, y Manolito estará siempre, siempre, vivísimo en nuestra memoria.
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