Las razones ocultas de la política
«Los partidos de izquierdas se han apoderado de un término que presupone un concepto positivo, elevado y, en cierta forma, embaucador: Progresistas»
ARTURO RODRÍGUEZ-MONSALVE GARRIGÓS
Jueves, 22 de agosto 2019, 08:04
Del mismo modo que si contemplamos las vidrieras de una catedral gótica, la sensación que percibimos es muy diferente de situarnos desde la calle a ... hacerlo desde dentro del templo, pareciéndonos en el primer caso un conjunto gris y desabrido de hierro y cristales, y en el segundo caso, sorprendidos ante semejante fiesta de luz, gozaremos de la belleza de esa vidriera, así de diferente podemos examinar el mundo de la política observándolo desde dentro o desde fuera.
Entremos dentro de esa catedral de la política. Empecemos por las primarias. El principio mayoritario arrastra una larga historia desde la antigüedad hasta nuestros días, y se fundamenta en que la mayoría es quien decide, convirtiéndose en la voluntad de todo el grupo. Este principio se vincula con instituciones que no pueden reunirse como grupo en una asamblea popular, como sucedía en la polis griega (Nohlen). Esta figura se ha ido imponiendo como medio para activar la participación directa de la ciudadanía en las decisiones políticas, sin embargo, se ha revelado como un instrumento para legitimar lo que Max Weber denominó «la ideología de la dictadura contemporánea», lo que puede dar lugar a un sistema político muy lejano a la democracia. Según esta norma, en un plebiscito el 51% ganador debe imponerse al 49% perdedor, y lo hará durante un largo período, dejando a estos últimos en una situación de desafección dañina para el conjunto.
En cambio, los colectivos más pequeños, aquellos que pueden reunirse en asamblea, pueden adoptar otras formas para tomar una decisión uninominal: por aclamación, por unanimidad, por acuerdo, por consenso, sin que se pronuncie explícitamente una mayoría. Esta fórmula, que en apariencia es menos democrática, impide la entrada de elementos que envenenan la vida de los partidos y garantiza una mejor convivencia.
No pretendo teorizar, sino poner de manifiesto lo que he podido constatar al finalizar las primarias de los partidos políticos: se origina una división interna de tal calibre que la convivencia se hace imposible, el vencedor ignora la magnanimidad que pedía Churchill y olvida su obligación de unir al partido; los odios afloran y las venganzas campan a sus anchas, mientras los perdedores se sienten maltratados. Y a todo esto hay que añadir que el juego limpio brilla por su ausencia. El partido y su aparato no suelen ser pulcros en su cometido, porque alrededor de cada candidato siempre hay gente con poder que lo utiliza en su provecho. En las instituciones más sólidas de la sociedad civil las grandes decisiones se toman en asamblea. De ahí su longevidad.
Pasemos a un segundo punto: la corrupción de los partidos políticos. Creerán ustedes que de este asunto ya se ha dicho todo y que, en todo caso, están los tribunales de Justica para resolver esta lacra. Pero hay una figura, de la que nadie habla y todo el mundo intuye, que pasa inadvertida para los propios partidos, para las comisiones de investigación, para la prensa, para la oposición, incluso para la fiscalía: es aquella que teniendo autoridad sobre los corruptos y conociendo la actividad de estos, calla y otorga: me refiero a la figura del consentidor. Cuando se refieren a él, el ciudadano de a pie siempre reflexiona de la misma forma: «O lo sabía y habría que investigarle, o, si no lo sabía, no merece ostentar ese cargo».
En mi opinión, el sospechoso de ser consentidor siempre lo sabe, pero lo consiente: o porque obtiene del corrupto algún beneficio o porque está situado en un nivel de corrupción superior y le importa muy poco que otros se aprovechen de frutos menores procedentes de una corrupción menos elevada. El consentidor de la corrupción no tiene un hueco claro en el Código Penal, y ese hueco debería rellenarlo el legislador, para evitar así la impunidad de un actor fundamental y para despejar la duda de si fue también partícipe del botín.
Finalmente quiero referirme a otra de las razones ocultas de la política: la propaganda. Esta ha sido utilizada a lo largo de la historia como un tipo de mensaje persuasivo, elaborado de forma intencionada, para convencer a las masas y moverlas a la acción. Quizás, por la reminiscencia negativa vinculada a la época nazi, nadie se atreve ni siquiera a nombrarla, pero su utilización se ha mostrado de una gran eficacia. Desde los años sesenta, la izquierda, abanderada de la cultura, la ha venido utilizando con suma inteligencia, mientras la derecha se ha mantenido pasiva sin saber qué hacer.
Ahora la propaganda sigue utilizando el lenguaje, porque su fuerza es superior a mil discursos. Veamos: los partidos de izquierdas se han apoderado de un término, que tan solo pronunciarlo presupone un concepto positivo, elevado y, en cierta forma, embaucador: Progresistas. Y lo hacen en contraposición de «las derechas», véase como término peyorativo, haciendo parecer a los partidos de ese signo como regresivos. Podemos, situado a la izquierda de un partido de izquierdas y con un programa absolutamente radical, ha conseguido que se le respete, y a nadie se le ha ocurrido calificarle de ultraizquierda o comunista. Ellos mismos se suman a la corriente progresista. Un logro más de la izquierda. Mientras Vox sufre las consecuencias de esta propaganda, pero en sentido contrario, y sin que medie respeto alguno.
Las razones ocultas son tan amplias, que hasta podrían explicar si la exhumación de Franco se debe más a la dignidad de un pueblo o a la propaganda que Felipe González no quiso aprovechar. «Políticamente, solo existe lo que el público sabe que existe».
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