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Él no tiene la culpa, pero las circunstancias de este último Carnaval me han recordado los festejos desmedidos del periodo de entreguerras; aquellos que se ... celebraban en los locales nocturnos de una Europa tan decadente y distraída como la que hoy representamos.
Durante los felices años veinte y los irresponsables años treinta, allí vibraban hasta el espasmo, gracias a los compases del charlestón y los brotes de un jazz agitador, aquellos feligreses del carpe diem que reclutó la 'Belle Èpoque' habituados a desdeñar el aviso persistente de todas las alarmas. Y así hacían, acaso porque estaban convencidos de que la vanguardia habría de protegerlos —como hoy finge hacerlo la magia tecnológica que todo lo mueve, lo recrea y lo conecta—; o de que la elegancia y el estilo inmunizaban el organismo —como hoy pareciera que inmunizan el fitness, la cúrcuma y el ayuno intermitente—; o porque confiaban en que el ruido ahuyentaría a los demonios —como se empeñan en hacer las comparsas sandungueras para espantar inútilmente a los monstruos del carajo y la motosierra—. Y sobre todo, porque pensaban que el miedo no era sino el abrigo imaginario, cutre y apolillado, que por entonces solo usaban los viejos y los neuróticos —como hoy suponen también que es el temor todos los devotos de la automotivación y el mutismo mental—.
Aquella Europa contaba con dos mundos que compartían el mismo terrario. Ambos respiraban igualmente los vahos previos al desastre, aunque apenas se relacionaran el uno con el otro. Pasada la noche, como mucho, se cruzaban apenas un instante bajo los primeros claros del amanecer. Por una de las aceras en todas las calles del viejo continente, entre risas, bostezos y botellas mediadas aún colgando de las manos, la Europa jovial y afortunada, aquella firmemente convencida de que la vida le habría de sonreír siempre porque así lo merecía, daba tumbos entre cánticos y abrazos en busca de una cama que le permitiera dormir durante el día. La otra Europa, a su vez, cruzaba en silencio y sin saludar por la acera de enfrente, en dirección contraria y paso sumiso —el que acostumbra a marcar la subsistencia—, caminando con la barbilla pegada al cuello, la gorra encajada en la cabeza y las manos cautivas en los bolsillos del chaquetón, hasta alguna de las acerías del extrarradio, donde fundirían sin reposo millones de vainas de proyectil y miles de cascos de soldado.
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Esos dos mundos vuelven a transitar por las mismas calles, hoy peatonales e impecables, de este territorio amurallado con la palabrería tejida en los párrafos de Schengen. A estas horas, aún dormitan quienes apuraron los últimos minutos nocturnos de un Carnaval que no terminó ayer porque desde hace tiempo cualquier festejo goza de prórroga infinita en esta Europa de máscaras, farsas y pantomimas que ha desatendido todas las alarmas y contempla las columnas de humo ascendentes a su alrededor con la parsimonia de aquella elegante y lánguida Ilsa Lund, interpretada por Ingrid Bergman, cuando escuchaba la radio y hacía notar con moderado e irónico fastidio a Rick, su pareja, la inoportuna coincidencia que suponía el hecho de que el mundo fuera a derrumbarse precisamente cuando ellos se enamoraban. «Sí, es un mal momento, la verdad...», respondía él entre bocanadas densas de humo.
Hoy, Ilsa y Rick podrían mantener idéntica conversación. Es probable que no fumen y que la radio aparatosa de válvulas que escuchaban antaño haya sido reemplazada por un móvil. Pero el mal fario de la escena se repite en esta sala de sesión continua y aire viciado que es hoy Europa, donde los cenizos al mando van camino de repetir los capítulos más tristes de nuestra historia.
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