Ladrones de buena familia
«Qué no diera por el censo de usurpadores y raptores de nuestra belleza. Esos que esconden en sus altillos un surtido ilícito de obras de arte sacro»
A saber qué hicieron todos esos arcos jónicos para afrontar semejante penitencia, pero en la finca de Los Quemadillos continúan sufriendo su silente purgatorio dos ... laterales del claustro que debió de repartir no poco cobijo y quietud a cuantos paseaban bajo sus dovelas, entre luces y espacios asombrados, en el convento mercedario de Valladolid, sobre aquella manzana paralela al colegio de San Albano y asomada a la plaza de San Juan, que acabó transformándose, con los años, en solar acuartelado, en patio de colegio jesuita y, por último, en zona residencial.
Lo han contado J. Asua y J. Sanz en El Norte de Castilla de hace un par de días y aún no se me ha caído de la retina el fogonazo de la imagen que mostraba los dos laterales del primer cuerpo del claustro, es decir, lo que queda de él, aún adosado a la edificación mortecina de la finca, incapaz de disimular sus desoladoras evidencias de abandono.
Al menos, la arquería, inútilmente tapiada, entre pintadas, escombros, basura y malas hierbas, parece demostrar que el ritmo cardiaco de la piedra, por fortuna, es de una escala superior, capaz de aguantar la respiración durante décadas de olvido y mantener su prestancia. Algo que nos hace más diminutos, si cabe, ante nuestra propia huella, aunque no haya en ello consuelo alguno para las piedras. En cualquier caso, la imagen de su abandono provoca similar sonrojo al producido por el reconocimiento de que el hallazgo de su existencia se debió a causas y hechos fortuitos hace apenas una década, cuando la finca cambió de manos y aquella composición arquitectónica, usurpada por una cantidad irrisoria en los años treinta a nuestro patrimonio, pudo finalmente inventariarse y catalogarse para determinar su procedencia y resolver un retorno adecuado a la ciudad.
Sus volúmenes volverán a dibujar sombras jónicas en la plaza de San Juan, para nuestro deleite. Y acaso haya que agradecérselo, aunque tenga bemoles el asunto, a quien imitó las ínfulas delirantes de William Randolph Hearst para conservarlo en su finca particular durante décadas y evitar, de paso, que los sillares del claustro se despistasen definitivamente y se desperdigaran por el valle formando zócalos en algún muro caminero o portones en alguna casona restaurada. Pero incomoda el periplo azaroso de tanto patrimonio aún desconocido. A menudo, el amor profano y codicioso, como el de los coleccionistas recalcitrantes de las piezas de museo, torna el mecenazgo proteccionista en latrocinio.
Es cierto que nuestro patrimonio sufre pérdidas a diario por una grey de majaderos incapaces de valorar, no ya el marchamo identitario y artístico que nos rodea, sino el conocimiento que puede producir toda la información que contienen. Pero a mí me resulta igualmente grave la avaricia de tanto versado, exquisito y sofisticado coleccionista, ladrón hoy de cuanto puede, o acaparador de los pequeños botines patrimoniales heredados.
Qué no diera por el censo de usurpadores y raptores de nuestra belleza. Esos que esconden en sus altillos un surtido ilícito de obras de arte sacro, de monedas, collares, diademas y arracadas de oro y plata robadas al subsuelo. Pienso en fíbulas, dinteles, bustos, ánforas, empuñaduras, fósiles, lascas, tallas dieciochescas, vírgenes con niño, cálices, custodias, pilas bautismales, molduras cubiertas de pan de oro, tapices y cuadros extraviados que colgaron alguna vez en una sacristía; restos de vidrieras, cornisas de matacán, aldabas... Objetos de origen incierto y dudosa legitimidad que ya no pueden ser mostrados ni siquiera a las visitas, por temor a que entre ellas haya alguna con escrúpulos, no ya capaz de afearles la usurpación, sino de ir más allá y telefonear al cuartelillo.
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