Un mes por la patilla
«A pesar del infierno o el paraíso que nos rodea, según la cabecera que leamos, nuestro pequeño mundo liberal puede permitirse el lujo de echar un mes completo por la borda»
Diciembre se ha convertido en el IVA de los años. No cuenta en nuestras arcas. Puede que conste a efectos fiscales, pero no deja huella ... en el Debe y en el Haber. Es un mes sin efecto, que va entero para la causa, como aquel 'Día sin sueldo' que sisaba el país a su gente para costear la guerra. Lo queramos o no, diciembre es un mes perdido de antemano, así pretendamos atravesarlo con gorro y matasuegras o rodearlo en silencio y de puntillas.
Se le ve venir de lejos, eso sí, pero se nos escapa de las manos intacto para caer entero, rendido a la gravedad de los hechos, hasta las profundidades de la bolsa insaciable que se abre ante nosotros, como la boca de aquella ballena que solo vio Jonás, para alimentar a los manes y penates del comercio y de la hostelería; igual que esos memes animados en bucle que comienzan a felicitar las fiestas con un mes de antelación y con una intensidad e insistencia que solo superaría el hilo musical de Guantánamo.
Las posibilidades que nos brinda diciembre apenas son capaces de alzar el vuelo. Al instante acaban aplastadas como los insectos en los halógenos del coche. Así termina igualmente cada nómina y cada extra, deslumbrada por la sociedad de consumo, como una sombra estampada en la superficie de estos días que cruzan nuestras biografías a toda pastilla, a todo mantecado, a todo polvorón. Pero no solo le ocurre a la bolsa de monedas que es capaz de apañar cada uno con su trabajo –o viviendo de las rentas gracias al trabajo de los demás–. Corre igual destino el curso de nuestros días; ese plazo que se ofrece ante nosotros igual de útil como el del resto de los meses colgados en el calendario y que, sin embargo, se disipa ante nuestros ojos tras un breve parpadeo, como el humo encerado de las velas.
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Diciembre es un bebedizo sin autor conocido, un mejunje de difícil digestión que a menudo acabamos consumiendo por imperativo social. En la coctelera se agita para su factura una generosa porción de la febril y desquiciada actividad que pretende cerrar el ejercicio económico anual con un buen chorro de parranda infinita. Junto con el hielo, se mezcla en el vaso de acero inoxidable el último pico de la gripe y un generoso puñado de los besos y abrazos sin medida que habremos de repartir y habrán de devolvernos. Todo ello se agrega y se revuelve hasta la uniformidad absoluta del combinado, no sin antes añadir el empeño esforzado de los brindis prematuros que arrumbará nuestras jornadas lectivas y ese paracetamol efervescente que suspende las resacas sine die.
El día tres –es decir, hoy– ya sabemos todos que diciembre ha pasado; no cuenta. Que a todos los encuentros previstos se habrá de añadir más pronto que tarde una recua notable de otros tantos imprevistos. Y sin embargo, por lo que veo a mi alrededor, colijo que a esta maquinaria social nuestra le salen las cuentas de tanto recreo generalizado, de tanto festejo, de tanta postergación. ¿Es tan grande nuestro margen?
A pesar del infierno o el paraíso que nos rodea, según la emisora que sintonicemos cada mañana o la cabecera que leamos, nuestro pequeño mundo liberal puede permitirse el lujo de echar un mes completo por la borda. Acaso se deba a que, como ocurre con el IVA, su auténtico soporte salta de las manos de un proveedor a las de otro hasta repercutir en las últimas. Esas que pagan en realidad toda la fiesta. Este mes bailado de diciembre, también bebido, gastado y festejado, cae entero en los hombros de unos cuantos; esos que lo sujetan repartiendo millones de paquetes, cocinando y sirviendo menús concertados, poniendo y recogiendo copas de cava, envolviendo regalos, reponiendo expositores. Todos ellos, a pesar suyo, por la cuenta que les tiene.
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