Limpieza y juego sucio en Valladolid
«Aunque el Ayuntamiento se empeñe en afearla y en convertirla en una imposición sanchista, la tasa de basuras atiende a una directiva europea que ya estábamos tardando en aplicar»
Los empleados del servicio de recogida de basuras eran invisibles hace unas décadas. Y no me refiero a aquellos que hacían su trabajo durante las ... horas de la noche y de la madrugada, cuando la ciudad dormía. También lo eran todos aquellos barrenderos que durante el día empujaban con esforzada fatiga sus escobones para limpiar el suelo de colillas, envoltorios, bolsas de plástico, octavillas de buzoneo y hojas volanderas de periódico que de vez en cuando se alzaban dibujando el vórtice de un remolino.
En verano, a lo sumo, cuando la ausencia de tráfico lo permitía, podía escucharse el paso de aquel cepillado trabajoso que se arrastraba por las horas aquietadas de la siesta. De noche, comenzaba el turno de los camiones que se colaban por todas las ventanas abiertas con el escándalo de sus motores diésel. Apenas se detenían unos segundos cada veinte metros para que los operarios recogieran manualmente las bolsas de basura que la ciudad había dejado ante los portales.
Hago memoria, claro está, de un tiempo en que ni siquiera había contenedores repartidos por las calles; un tiempo en que la basura de toda la ciudad era una inmensa y diaria deposición en estado crítico de descomposición, como la que pudiera producir el aparato digestivo de una criatura colosal, que precisaba atención inmediata.
El reconocimiento merecido por el penoso esfuerzo de todos aquellos trabajadores mal equipados y peor pagados dependía de una empatía que la ciudad apenas era capaz de dispensar. En el trajín de su faena diaria, no solo arrojaban manualmente a la tolva del camión todas las bolsas amontonadas en el suelo. También debían entretenerse en una agotadora rebusca que los obligaba a sobrecargar las vértebras lumbares y a acelerar el paso para no perder el ritmo del camión mientras recogían a toda prisa, en alguna caja de cartón que siempre tenían a mano, todos los restos dispersos por el suelo, caídos de aquellas bolsas que estuvieran rotas o mal cerradas.
Sin embargo, recuerdo bien el día en que todos aquellos operarios del servicio de limpieza dejaron de ser invisibles para convertirse en evidentes, en imprescindibles, en un gremio que —como todo salvador— puede llegar a ser verdugo. Ocurrió una mañana de finales de junio, en 1977, con el precinto de la transición aún sin retirar. Al salir a la calle, pudimos advertir que nuestra basura del día anterior, olvidada como un mal recuerdo, permanecía allí, frente al portal, con una insolencia y un olor insoportables. Y así permaneció a lo largo de una semana de verano que se hizo eterna, soporífera, hedionda, insalubre, desesperante.
Durante aquella huelga del servicio municipal de limpieza en Valladolid, la autoridad advirtió a la población de que se enfrentaría a una sanción todo aquel que depositara residuos en las calles mientras el conflicto permaneciera sin solución. Aunque todos veíamos a diario cómo crecían furtivamente aquellos montones de basura hasta convertirse en montañas y barricadas, en albergues improvisados para ratas, en todo un paraíso para el hocico rastreador de perros abandonados y gatos vagabundos.
Hoy, la visibilidad del servicio municipal de limpieza se viste de tasa de basuras. Solo el coste anual de la gestión de residuos permite hacerse una idea de su relevancia en el impacto de nuestra calidad de vida. Y aunque el Ayuntamiento de Valladolid se empeñe en afearla y en convertirla en una imposición sanchista, la tasa atiende a una directiva europea que ya estábamos tardando en aplicar. En realidad, no puede ser más oportuna y pertinente la visibilidad de su coste ahora que es la miríada insólita de toneladas de basura la se oculta de nuestra vista en contenedores subterráneos.
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