Cuatro canciones y una tabarra de verano
«Ahora los estribillos, los lloros, los reproches y las ratas han dejado de tener aquella gracia y lo torturan todo desde las tribunas de los parlamentos»
Añoro la expectación que producía en toda la península, unánime y uniforme desde Ortigueira hasta Mojácar, la proclamación de la canción del verano. Con las ... tardes de grillos y de penumbra ya asentadas en nuestro horario, justo entre la hora Nona y las Vísperas canónicas, el tema de cada año que nos definía se asentaba hegemónico y omnipresente durante las semanas caniculares de los setenta, llenas de tardes tórridas con bocadillo y zumo en la piscina; o de tintines y vernes prestados por la biblioteca ambulante municipal; o de escapadas inigualables a los ríos arenosos y pinariegos de la provincia.
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Es hoy el día en que escucho 'Un rayo de sol', de Los Diablos, y me veo sentado en un taburete de tijera, con las piernas colgando, mientras mastico impaciente la merienda en la galería luminosa de mi abuela —«no salgas de ahí sin haber terminado, que me llenas de migas la casa»—. El estribillo de la canción sirve de soporte a la imagen nítida de mi recuerdo. Cada shala-lalalá de sus escuetos y simples versos porta un detalle: el aroma a jabón de las sábanas prendidas en el tendal, el verdor de las macetas apiñadas, los numerosos esquejes de una gigantesca y exuberante Malamadre suspendidos como acróbatas en pértigas flexibles, el canto del jilguero a la sombra, los latidos agotados del reloj del comedor, los lamentos indescifrables de la radionovela que llegan desde el patio de la vecindad como ondas leves y remotas desde una galaxia lejana.
Aquella otra Eva María, la del bikini de rayas, sin embargo, me lleva hasta la orilla de un mar helado en rías repletas de navajas. Los muchachos de Fórmula V que la cantaban quejicosos y armoniosos, elegantes en el fondo y en la forma, eran un rudimento de los pijos ochenteros. Gimoteaban paralizados hasta el entumecimiento. Pero yo no pierdo de vista a esa Eva María de sus plañidos porque viaja conmigo en el recuerdo, con su maleta de piel, a bordo de uno de aquellos expresos que partían de madrugada desde la estación de Campo Grande hacia Galicia en viajes tumultuosos y agotadores donde las peregrinaciones lúdicas se fundían con la migración estacional de los temporeros en trayectos repletos de incidencias, bultos y picadores de billete taciturnos.
Aunque también se me cuela en la memoria el estribillo de aquella pegadiza canción de Los Golfos en la que dos niños hacen inventario de las consecuencias que trae la juerga y el trasnoche. Sin embargo, lejos de servir como lección, el tema se interpretó en la España parda de Suárez como un himno al desenfreno. Los compases rumberos de su canción se cosieron a la atávica bellaquería española —esta vez encarnada por dos ratas zarzueleras, dignas de Chueca y su proyecto naif de los quinquis que vendrían después, simpáticos y cómicos a parte iguales—; o a ese cine cutre y descabellado de coproducción industrial que repartía por las pantallas del país los tiros pegados en el desierto de Almería, los sopapos de Bud Spencer y las ocurrencias pueriles de míseros jaimitos.
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Poco después llegaría aquel acordeón inmenso de María Jesús que, a juzgar por las melodías salidas de su fuelle, hubiera tenido suficiente con seis notas en el teclado y que colocó a toda Europa, con su perseverancia, al borde de la neurosis. Aún hoy imagino Guantánamo invadida por sus compases y presumo copias pirata del tema de los pajaritos en todos los centros de detención del planeta. Pero si añoro aquellas canciones del verano acaso sea porque ahora los estribillos, los lloros, los reproches y las ratas no solo han dejado de tener aquella gracia, sino que lo torturan todo desde las tribunas de los parlamentos, o a través de canutazos y declaraciones, con una tabarra enfermiza digna de olvido.
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