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Hoy es imposible respirar el aire de Valladolid sin que nos entre en los pulmones el humo encerado de las velas; sin advertir el aroma ... intenso y huidizo del incienso que se dispersa en remolinos por las calles del centro, según disponga a capricho el viento racheado que igual reparte chaparrones o cuchilladas de frío.
También es imposible caminar hoy por las calles de Valladolid y no escuchar el estallido seco y estremecedor de los timbales entre el llanto no siempre afinado de las cornetas. Y lo es caminar sin detenerse ante uno de tantos arroyos penitenciales que callejean mientras custodian la dramática expresión de alguna obra de arte durante el itinerario de regreso al camarín de su vigilia.
En Valladolid es imposible vivir al margen de una criatura tan añeja y encurtida como la Semana Santa; un artefacto tan colosal que se alimenta de generaciones vecinales y que medra sin pausas ni prisas, como el tronco sangrante de los pinos resineros. Cada primavera se le suma un anillo de acontecimientos, una colección de circunstancias que habrán de definirla en el futuro.
El conjunto poliédrico de nuestra Semana Santa es tan complejo que no solo resulta imposible cualquier empeño en contemplar la totalidad de sus caras a la vez; también es insensato todo intento para hacer un simple resumen de su naturaleza o de su metabolismo. Podemos afirmar, sin embargo, que hay una Semana Santa de pasión y devoción, activa y aplicada también durante el resto del año, capaz de convivir con otra temporera, acaso entusiasmada con los detalles más proclives al espectáculo, a la exaltación de detalles adicionales que completan su dramaturgia, a las hechuras aparatosas que suelen ser utilizadas por algunos con fruición desmedida para destacar los signos de una identidad que solo podría sentirse amenazada desde algún temor acomplejado, inconfesable y no resuelto. Sobre todo, porque la Semana Santa está unida a nuestro destino como lo está la piel sana a la carne. Ni corre peligro, ni habrá de correrlo, aunque los colegios religiosos relajasen un poco esa multiplicación de sus esfuerzos, como hacen de últimas, dedicando más tiempo y energía a la pedagogía procesional que a algunas unidades temáticas.
En Castilla somos Semana Santa. No podrán negarlo los detractores, pero tampoco pueden reafirmarlo, a pesar de su vehemencia, los defensores abonados al victimismo y a una falsa persecución que solo asoma en sus pesadillas. La Semana Santa se respira con hondura tanto en los extremos de la pasión como en los de la indiferencia; en el fervor y en el desdén. Se muestra con igual intensidad a ojos del turista empachado de información y en la retina distante del psicoanalista antropológico. Empapa al devoto honesto, al fanático ocasonal, al curioso observador, al dócil arrastrado por las corrientes y las modas, entre el capricho de los amigos y las tendencias ajenas; envuelve al exquisito gastronómico, al maniático de los selfies, al beligerante opositor aconfesional, al displicente devoto de otros credos. A usted, a mí... Y es absurdo negarlo desde cualquiera de las trincheras que hayan podido cavarse a su alrededor.
Este es el año en que ha vuelto a aumentar notablemente el número de nuevos miembros en las cofradías vallisoletanas. Y puede que la venturosa noticia entre todas ellas no se deba solo a que la Semana Santa se sostiene como ninguna otra recreación devocional sobre una cuestión de fe, sino porque permite compaginar, como pocas manifestaciones colectivas son capaces de hacerlo, el recogimiento sincero de no pocos penitentes con la expresión pública de una actividad entretenida y señera, como si fuera un nuevo hito en la experiencia vital de los curiosos.
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