Una ardilla roja se ha escapado
«Ella es hoy nuestro valeroso Fontaine, aunque el día anterior haya estado, como de costumbre, yéndose por las ramas del parque o hinchándose los carrillos con los cacahuetes que le hayan ofrecido algunos paseantes»
Desde que tuve conocimiento de la fuga, imagino a Robert Bresson filmando una película con todos los pasos previos que habría de ejecutar nuestra audaz ... ardilla roja para culminar su evasión. Aunque finalmente fuera atrapada en el interior de un local de la Acera de Recoletos, justo antes de ser devuelta y confinada de nuevo al perímetro vallado de esa inmensa, frondosa y generosa jaula de oro que ha de ser el Campo Grande; un idílico primer mundo —o así lo presumimos— para todas las criaturas que lo disfrutan.
Imagino a nuestra heroína concentrada en su propósito desde hace días, memorizando las rutinas de los operarios de parques y jardines, o contando mentalmente las pisadas despaciosas del último vigilante que cierra con llave las verjas tras de sí. La supongo almacenando en la memoria y en la intuición el ritmo de las lunas nuevas, componiendo un plan maestro e infalible en el laberinto de su diminuta cabeza, donde no hay lugar para los tiempos verbales y tampoco, en consecuencia, para la especulación que arrastran los futuros imperfectos, la justificación frente al fracaso que proporcionan los condicionales o el lamento quejicoso que siempre trajeron consigo los aoristos.
Nuestra ardilla roja habrá concebido un plan sin discursos, justificaciones y propagandas; un plan arriesgado, eso sí, pero práctico, sin excusas y sin azares, como el de aquel teniente francés que filmó Bresson, encarcelado y condenado a muerte por sabotear a los matones genocidas de su época.
Presumo a nuestra ardilla durante una noche sin luna, como la del pasado domingo, inmóvil a través de un épico plano contrapicado —en blanco y negro, por supuesto— a los pies de un pino, mientras escudriña e identifica con sus orejas tiesas todos los ruidos. Mantendrá abiertas sus pupilas, por si de algo sirviera, para advertir algún movimiento extraño ante la oscuridad parda y repleta de matices que recrea constantemente formas nuevas en el inmenso bosque urbano, cerrado al público, a esa hora en que los patos callan como garzas y las garzas vigilan como águilas calzadas; durante el tiempo nocturno en que el país privilegiado del Campo Grande enmudece quieto y tenso bajo la manta de un silencio que solo rasga de vez en cuando la inoportuna queja de algún pavo real.
La ardilla roja es hoy nuestro valiente Fontaine, aunque el día anterior haya estado, como de costumbre, yéndose por las ramas del parque, brincando de un rodrigón a otro, hinchándose los carrillos con los cacahuetes que le hayan ofrecido algunos paseantes, posando junto a ellos en sus selfies mientras calculaba riesgos, tiempos y distancias.
A pesar de que dieran con ella poco después, parece que nuestra ardilla roja fugada lo hizo todo bien gracias a un plan que no debió de compartir con las demás. Acaso para evitar que el grupo, con sus cuestiones de orden y apremios particulares lo arrumbaran al fracaso antes de empezar y no en la acera de enfrente, donde finalmente se vio acorralada por las fuerzas del orden en el interior del Café Ibérico. Aunque, quién sabe, puede que en realidad lograra salir de la ciudad y regresara confusa y decepcionada porque no encontró árboles mayores y más frondosos que los de su edén nativo, o alimentos menos dosificados o condicionados a las fotos. Aun así, su fracaso es el éxito admirable del inconformismo, del espíritu capaz de salirse por la tangente, aunque solo sea para ver qué hay al otro lado de esa verja protectora, más allá de la abundancia, del orden y la comodidad. Nuestra ardilla roja a la fuga era una condenada a vivir sin esfuerzo ni dificultad que se ha escapado para probar a hacerlo de verdad y llenar su cerebro diminuto de recuerdos.
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