Lo que ocurre en Rusia si dices la verdad
¿Hasta qué punto tienes que despreciar a tu propio pueblo para meterlo de lleno en algo semejante?
Seguimos un cursillo acelerado de geografía básica. Poniéndole nombre a esas regiones desconocidas, el Donbass, Zaporiyia, de un país hasta ahora lejano. Ahora Ucrania es ... el centro de nuestras vidas. Tal vez porque como hace un par de días recordaba Mircea Cartarescu en una conversación con Vargas Llosa esta guerra no es solo contra Ucrania. Es contra ti y contra mí, contra la hierba y los árboles, contra todo ser vivo, vino a decir, palabra arriba o abajo. Y por supuesto contra la libertad. Esa libertad que además de una palabra manida es un hecho que impregna lo cotidiano, lo menudo. Lo que parece que no tiene nombre ni tampoco importancia. Ese gesto que Kafka anotó en su diario después de dejar constancia de que había comenzado la I Guerra Mundial: «Por la tarde fui a nadar».
Lo cotidiano, en Occidente, está impregnado por el ejercicio de la libertad. Algo que en Rusia es muy preciado, porque falta. Esta guerra también es contra el pueblo ruso. Y para recordarlo no está mal leer a otra premio Nobel, la bielorrusa Svetlana Alexiévich. 'Los muchachos de zinc', soldados que desde Afganistán volvían a la Unión Soviética en ataúdes recubiertos de zinc. Sellados para que no se viera lo que había dentro. A veces solo un uniforme y unos cuantos kilos de tierra para dar apariencia de que dentro había un cuerpo. Porque «a menudo lo único que quedaba de una persona era medio cubo lleno de trozos de carne…».
«¿Hasta qué punto tienes que despreciar a tu propio pueblo para meterlo de lleno en algo semejante?», se preguntaba la propia Alexiévich. Del mismo modo que aquellos soldados marcharon engañados u obligados a Afganistán –para reforzar las fronteras, para liberar a un pueblo amigo, les decían– van ahora muchos soldados rusos a Ucrania. A matar por la grandeza de la patria y a enfrentarse con el espanto. La libertad. «Si dices la verdad, acabarás en la cárcel o en el manicomio», le dijo a un joven con vocación humanista su tío, un coronel jubilado del Ejército soviético al comienzo de aquella guerra. Es exactamente lo mismo que ahora ocurre en Rusia.
Periodistas amenazados con quince años de cárcel –si no son asesinados– si se atreven a escribir la palabra 'guerra'. El manicomio o la cárcel. Y se acuerda uno de Nicolas Bokov, el escritor moscovita que fue amenazado con ingresar en una de esas dos instituciones por sus actividades antipatrióticas, es decir, democráticas, y que finalmente fue expulsado del país y considerado apátrida. Tuvo suerte, pudo ejercer la libertad. Ese acto minúsculo, intrascendente en apariencia, invisible como invisible es el oxígeno que nos permite vivir.
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