¡Me muero de ganas!
CRÓNICA DEL MANICOMIO ·
«Una y otra vez me venía a la cabeza un temor en el que pocos parecían reparar. Entre aquellos cientos de personas que ordenadamente llenaban la Abadía de Westminster, seguro que más de una estaba a punto de reventar»Siguiendo por televisión las exequias de la extinta Isabel II de Inglaterra, llegué a pensar que más que un entierro o una parada solemne ... y concienzudamente programada era una performance improvisada. Era tal el fasto de trajes y uniformes que hacía olvidar el origen funerario del acto. Se nos dice que estamos en el siglo de la imagen y que vivimos aturdidos y absortos entre fotos y videos, pero hay que relativizar mucho los cambios sociales. El suntuoso espectáculo de disfraces, con cierto tufo trasnochado, del que fuimos espectadores hace unas semanas, da sopas con honda a la orgía imaginaria que disfrutan los usuarios de TikTok, Instagram o Tinder. Ese día asistimos como espectadores turulatos a una ostentación visual arrolladora que poco tiene que ver con lo que normalmente vemos en las pantallas, que se han erigido en el nuevo paisaje de la modernidad.
Sin embargo, no pude seguir con plena atención el alarde. Una idea impertinente me distraía sistemáticamente de la celebración. Una y otra vez me venía a la cabeza un temor en el que pocos parecían reparar. Entre aquellos cientos de personas que ordenadamente llenaban la Abadía de Westminster, seguro que más de una estaba a punto de reventar. No aguantaba sus ganas ni un minuto más. Pero a juzgar por lo que vimos, nadie se levantó para irse a desahogar. No se observó que ningún incontinente, quizá de la aristocracia o incluso de la plebe, que por impura es más dada a mear, caminara entre las filas a la búsqueda de un retrete. ¿Un retrete en la Abadía? Cuesta imaginarlo. Quizá los hubiera a docenas, pero no eran enfocados.
Me tranquilicé a ratos pensando que tampoco vemos en las carreras ciclistas que ningún corredor se apee, si tiene tiempo y no le persiguen, para aliviarse gozosamente entre los cultivos, como dicen los aficionados que sucede de tramo en tramo. ¿O se las arreglan siempre con el culot? No sé, pero, ya sea en mingitorio o en pañal, es fácil comprender que, si te estás meando y te cuesta salir del asiento para escabullirte, y encima eres una autoridad política, mediática o moral, espiada sin tregua por la gente, es fácil entender que te espante sobremanera levantarte a destiempo y dar la campanada urinaria delante de los demás.
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Es curioso cómo ese rapto prosaico me resultó en ese momento más inquietante que todo el cortejo que acompañaba a la muerte. Como si en realidad, llegué a pensar, uno muriera poco a poco cada vez que se le ocurre orinar. Decía Agustín de Hipona, con vibrante latinajo, que 'inter faeces et urinam nascimur', y resulta que, al hilo de este acontecimiento, morimos igual.
Bajo la amenaza de un invierno asaltado por crisis económicas, migraciones, feminicidios, guerras, fascismos, cambio climático, epidemias y conflictividad laboral, me preguntaba distraídamente ante el televisor si todas esas amenazas mantenían alguna relación con la necesidad de mear.
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