Iluminados
«Parece que el encendido de las decoraciones navideñas es un acontecimiento cada vez más esperado. Hay en ello algo de emoción prefabricada, dispuesta para consumirse a sí misma en un aplauso deslumbrado y ciego»
Martín Heredero Campo
Martes, 25 de noviembre 2025, 06:58
La solemnidad es la hermana melliza de la cursilería. Cuando mediante gestos, discursos y ceremonias públicas se trata de elevar a los ciudadanos a la ... máxima intensidad emocional, normalmente se fracasa. Entonces se revela el artificio, lo desbordado y la construcción ficticia de pasiones infantiles que nutren el extraño afán humano de hacer el ridículo. Esta transformación se da de manera súbita, y hace que el espectador abandone la grave seriedad para esbozar una sonrisa irónica. Cuando se hace una cuenta atrás para encender las luces de Navidad, como viene sucediendo en Vigo, acontece este tránsito estético que acabamos de describir. Quien querría presentarse como trasunto moderno de Pericles se revela, en realidad, como un funcionario que pulsa un interruptor. Y esas luces no iluminan.
Huelga decir que en Valladolid nos encontramos aún lejos de ese dislate, y no hemos declarado la guerra lumínica a París ni a Nueva York. Gracias a Dios, pues si la grandeza de la ciudad depende de las lentejuelas eléctricas que la ocultan, entonces es mucho lo perdido. No obstante, parece que el encendido de las decoraciones navideñas es un acontecimiento cada vez más esperado. Hay en ello algo de emoción prefabricada, dispuesta para consumirse a sí misma en un aplauso deslumbrado y ciego que festeja el espectáculo de fingir que sucede algo.
Lo que este encendido tiene de vacuo se descubre especialmente de día. Durante la mañana, a estas alturas del año ya velada tras el sutil manto de la niebla, las luces apagadas son como telarañas metálicas con las que tropieza la mirada. Ortega y Gasset dice que, en Castilla, la flecha visual se dispara al infinito, libre de obstáculos en las vastas extensiones hechas de puro horizonte. A esto podemos añadir que, en una ciudad imperial y palaciega como Valladolid, este infinito adquiere cierta verticalidad. Se vive aquí mirando al cielo, excepto en las semanas próximas a la Navidad.
En estos días la saetilla de la mirada se enreda con las arquitecturas de luces que reproducen la iconografía básica de una Navidad de escaparate. Bajo las estrellas de plástico, los angelitos anodinos y las guirnaldas inciertas, el cielo queda clausurado. Donde antes teníamos la bóveda limpia y profunda del invierno castellano, hay ahora un techo de bombillas que no ilumina, no, sino que obtura la mirada y obliga encerrarla un poco más acá de nuestras propias narices. Cuando el decorado se confunde con el contenido, miramos muy abajo, demasiado, y nos convencemos de que la ciudad coincide con su maquillaje.
No necesita Valladolid competir en fulgores, y para percatarse de esto nunca fue más necesaria la mirada castellana. Su sobriedad es imperativa en un paisaje como el nuestro, que respira mejor en la noche de niebla y silencio que en el ajetreo opaco de los vatios. Porque al final, entre tanto iluminar, no logramos ver nada. Se nos olvida entonces que, antes que la luz, ha de estar la lucidez.
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