Efecto Mateo y Desobediencia: a vueltas con el tren
«Por muchas luces que se enciendan, ni Medina ni La Gudiña tienen la culpa de que para ir de Orense a Vigo haya que pasar por Santiago de Compostela»
Manuel Mostaza Barrios
Sábado, 12 de julio 2025, 08:26
Sostenía Isidoro, un personaje de Delibes, que «ser de pueblo es un don de Dios» y que, en Castilla, «ser de pueblo es una cosa ... importante». Pensaba en don Miguel mientras recordaba que nuestra Comunidad es la tercera más grande de Europa y, posiblemente, la que, con casi seis mil, una de las que más pueblos tiene de todo el continente. Si tenemos en cuenta que las dos primeras están en países escandinavos, podemos afirmar que es la región más grande de los países más poblados de Europa. Con un peso de la industria poco intuitivo a primera vista, Castilla y León lucha desde hace décadas contra varios sambenitos: que si está desarticulada, que si es artificial –se ve que hay regiones en España que se formaron a la vez que el planeta– o que si no tiene identidad marcada, como si esto último fuera un problema después de lo que hemos visto a lo largo de los últimos años.
La región está poco poblada para la superficie que ocupa y, en algunas comarcas de la periferia, desde Soria hasta Zamora, la densidad de población es similar a la de Laponia, por poner un ejemplo. Todo ello nos lleva a recordar el artículo 40 de la Constitución, cuando señala que «Los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa». Una manera de favorecer este crecimiento equilibrado pasa por la presencia del Estado. Una presencia que permite garantizar que los ciudadanos puedan ejercer sus derechos con independencia del lugar del territorio en el que vivan. Porque de eso es de lo que hablamos: los ciudadanos tienen derechos y la razón de ser de la Administración es garantizar que esos derechos se puedan ejercer. Esto no significa que la Administración deba proveer de manera directa estos servicios, pero sí que tiene que garantizar que se prestan: ahí tenemos desde la educación concertada hasta los servicios de recogida de basuras, por ejemplo.
A lo largo del siglo XX, España sufrió cambio tectónico en lo que se refiere a la distribución de la población; de ser un país básicamente rural y con la población distribuida de una manera más o menos homogénea por todo el territorio nacional, pasamos a ser un país con la población concentrada en Madrid y en las costas. En 1900 la provincia de Zamora estaba más poblada que la de Guipúzcoa y en León vivía más gente que en la de Gerona. Se trata de un proceso que se ha experimentado de manera global en toda Europa y sus consecuencias recuerdan, décadas después, al 'efecto Mateo' del Evangelio: «al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará». El resultado ha sido desolador para el medio rural, un medio en el que las limitaciones son evidentes a la hora de desarrollar un proyecto vital: hay menos servicios de los que disfrutar y la vida acaba saliendo más cara a la larga. Para una familia del medio rural es difícil conseguir buenas extraescolares para sus hijos, pero es que, además, cuando los niños crecen, si quieren ir a la universidad han de vivir de alquiler fuera de su entorno, circunstancia que, por lo general, no ocurre a las familias del medio urbano. Algo parecido ocurre con otros aspectos de la vida diaria: revisiones o tratamientos médicos para los que hay que hacer decenas de quilómetros, problemas de conectividad para poder disfrutar del ocio en digital, etc.
Estas limitaciones no se ven compensadas con un alivio en la carga fiscal porque siempre se ha entendido que una nación es una trama de afectos y que uno ha de contribuir en función de su renta, no en función de los servicios que recibe. Pero este argumento cojea cuando vemos cómo funciona a la inversa: es verdad que uno no recibe servicios en función de su renta, pero sí que lo hace en función de dónde vive. Esta última reflexión viene a cuenta de los cambios, sin anuncio previo y sin ningún diálogo con los afectados, que ha establecido por decreto la nueva –y descomunal– cúpula directiva de Renfe en los trayectos entre Madrid y Vigo. Un modelo de gestión en la lógica del 'ordeno y mando', tan caro a los extremistas de una y otra laya que rebrotan, como las setas en otoño, con la polarización. El trayecto entre Madrid y Vigo por ferrocarril no es rentable, como no lo es casi ningún corredor de alta velocidad. Tampoco es competitivo, pero la culpa, desde luego, no la tienen las paradas intermedias. Por muchas luces que se enciendan, ni Medina ni La Gudiña tienen la culpa de que para ir de Orense a Vigo haya que pasar por Santiago de Compostela. El resultado es que, tras la presión del único alcalde socialista con mayoría absoluta en una gran ciudad, el operador ha suprimido frecuencias fundamentales en las zonas rurales de todo el eje, sobre todo en Sanabria y en Medina, repartiendo algunas migajas como compensación. El resultado es que personas que usaban el tren en sus trayectos diarios ya no pueden ni llegar a primera hora a Sanabria ni estar a primera hora en Zamora o en Madrid. Las consecuencias son dramáticas porque estos cambios, que no mejoran de manera sustancial el viaje a Vigo, limitan el derecho a la movilidad y tienen consecuencias para los trabajadores o los enfermos que se desplazaban en ese eje a su trabajo o a sus centros médicos.
Sostiene Peláez que, en Castilla, cuando no sabemos qué hacer, lo que hacemos es «cerrar la boca» y nos limitamos a cumplir con nuestra obligación. Ahora creo, sin embargo, que nuestra obligación es incompatible con estar callados: la única opción que le queda a la España rural es la protesta y evitar –a más Madrid, menos España– que esta arbitrariedad caiga en el olvido. Ya lo cantaban los hermanos Muguruza, incitando a la protesta en los ochenta, cuando Peláez y yo éramos más jóvenes: «No te cruces de brazos / detente, forma grupos / manifiesta tu rechazo».
Pues eso.
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