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No ha hecho más que empezar esta legislatura que ya de antemano, y por obvios motivos, se preveía especialmente complicada, y unos cuantos acontecimientos acumulados ... en un corto periodo de tiempo han venido a confirmar el pronóstico. En efecto, complicada y compleja; y, además, demasiado pronto y con demasiada evidencia, porque hay situaciones que no pasan desapercibidas fácilmente.
Lo que, a mi modo de ver, ha ocurrido en estas semanas que llevamos del nuevo año y de la nueva legislatura es que se han encadenado unos cuantos hechos reveladores, que permiten apreciar que la política española va tomando un rumbo, cuando menos, preocupante. Se ha mezclado alguna que otra deslealtad con algún que otro despropósito y esa mezcla, si va asentando precedentes, puede llegar a tener efectos nocivos, no solo sobre la propia política, también sobre el correcto funcionamiento de un sistema democrático. Cierto es que tampoco se puede decir que sea algo insólito o desconocido, porque antecedentes ya había, al menos desde que el ambiente se puso cargado y tenso a fuerza de polarización, radicalidad, intransigencia y sectarismo.
Hay deslealtad cuando, ante uno de esos problemas que requieren actuación coordinada y cooperación entre las Administraciones competentes, se busca obtener ventaja política como objetivo principal, desacreditando a la otra parte y jugando al límite del interés general, incluso por encima de la sensata colaboración en la adopción oportuna de medidas eficaces. Basta observar la forma en que han sido gestionadas dos llamativas situaciones, como lo eran el repunte de contagios y de afecciones respiratorias, o la llegada a las costas del Noroeste de esas bolitas de plástico blanco, que han dado en llamarse pellets. Por momentos, parecía que lo importante era dejar en evidencia al otro, o pillarle en un renuncio, que diría un castizo. En ambos asuntos existen competencias cruzadas, en medio ambiente, en sanidad, entre el Estado y las Comunidades Autónomas y la regla mínima cuando hay alguna emergencia debe ser la lealtad, por encima de la rentabilidad política. Todo el mundo entiende que la decisión de reponer la mascarilla con carácter obligatorio en ciertos espacios, o la de coordinar los medios respectivos para retirar cuanto antes las bolas de plástico, deben ser decisiones dialogadas y compartidas. Pero a veces dio la impresión de que la prioridad era quedar mejor que el otro, o adelantarse, o retrasarse, para que el otro tenga más costo, especialmente si hay urnas a la vista. Si, en casos como los citados, y por muy evidente que sea exigir lealtad, falla eso precisamente, algo grave está pasando.
Hay despropósito cuando dejan de importar lo razonable y lo correcto, y se impone lo discrecional y lo confuso. Y algo de esto también ha pasado. Yo creo que, habiéndose alcanzado un acuerdo de investidura, con múltiples compromisos que pueden merecer crítica, no es razonable que cada vez que haya que votar se pase una nueva factura, actualizándola siempre al alza y exigiendo nuevas concesiones. Ni es correcto que, si se ha convenido dejar paso a la formación de un Gobierno, se practique luego una estrategia de aprovechar la necesidad o la debilidad hasta el límite en cada ocasión que se presente y con cualquier motivo. Llegará a ser un despropósito normalizar tal conducta, aceptando que tiene que ser así, porque no hay otro remedio ni otra alternativa para mantener viva la legislatura. Y será conveniente pensar que alguna vez habrá que poner pié en pared con un firme «hasta aquí hemos llegado y usted verá».
Lo digo porque el espectáculo de la reciente sesión del Congreso de los Diputados, donde la convalidación de tres Decretos-Leyes dio lugar a situaciones un tanto esperpénticas, ha dejado una lamentable sensación de malas prácticas por diversos motivos. Quizá la primera enseñanza es que hay que pensar más, y mejor, sobre la forma razonable de adoptar decisiones necesarias. Hay quien piensa que no se debe llevar nada a votación parlamentaria sin que esté previamente negociado y acordado con quien tiene que votarlo. Y no me convence mucho el argumento. Podrá ser oportuno alguna vez, pero hacerlo norma conduce a proyectar una nefasta imagen de sometimiento y subordinación de un Gobierno débil y en precario, sin iniciativa ni autonomía. Si con frecuencia ya parece estarlo, ponerlo de manifiesto sería muy negativo.
Más bien creo que lo que hay que revisar es la propia estrategia legislativa, poque esos llamados Decretos ómnibus ofrecen un peligro evidente. Se rechazó por falta de los votos de Podemos, un teórico aliado, uno de los Decretos-Leyes referido a la conciliación y al desempleo. Pero los que se aprobaron por un voto, gracias al abandono transitorio de Junts, tenían de todo en sus respectivas 149 y 187 páginas, mezclaban reformas de enorme calado para la digitalización en las leyes de enjuiciamiento ante los tribunales, con medidas económicas, fiscales, contra la sequía, en el transporte, en la energía, en la vivienda, en las pensiones, etc., etc. Cada Decreto se vota en bloque y de una vez, de manera que cualquier alegato que alguien quiera hacer contra algún aspecto en particular, lleva a rechazar el conjunto. Eso es lo que pensaba hacer Junts con motivo de una regla de suspensión de procedimientos judiciales cuando se plantean cuestiones de previo pronunciamiento al Tribunal Europeo. Es una regla tradicional que seguirá vigente, pero la veían peligrosa para la amnistía. Y pidieron, entre otras cosas, competencias en inmigración, y se les aceptaron, sin que nadie hasta ahora haya sabido concretar qué fué exactamente lo que se acordó; y pidieron medidas para que vuelvan a establecer domicilio en Cataluña empresas que se fueron en el contexto del procés, sin que nadie se haya parado a pensar que la libertad de circulación y de establecimiento, permitida en la ley, no se puede condicionar ni con ventajas ni con sanciones.
Este fue el panorama, al que se podrían añadir muchos otros aspectos. El resultado es peligroso: la imagen de un Gobierno sometido, de un lado, a la presión derivada de la pugna entre Junts y ERC por la primacía nacionalista, y, de otro, al choque, éste con ribetes de venganza, entre Sumar y Podemos. Si terminara por evidenciarse que el Gobierno de derecho, que es el formalmente legítimo, no coincide con el «gobierno de hecho», que sería aquel al que son atribuibles las decisiones en última instancia, porque está en condiciones de imponerlas y lo hace cuando le parece oportuno, el despropósito habría alcanzado una de sus dimensiones más notables.
Así que insisto en la idea: convendrá ir pensando que hacer de la necesidad virtud tiene un límite; y que hacer valer el límite suele necesitar cierto acopio de complicidades.
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