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Una de las glorias del clima de Valladolid son esos días de invierno en los que hace mucho frío de madrugada, ha caído una buena ... helada por la noche y el cielo está despejado, luminoso, azul, sin niebla. Son los «días crujientes», llamados así por el sonido que hace la escarcha cuando la pisas. En esos días se obtiene un placer especial en darse uno de esos paseos magníficos que permite la ciudad, como subir por la mañana temprano desde el centro a –por ejemplo– el suroeste, aprovechando el portentoso crecimiento del tejido urbano en esa dirección. Se puede caminar sobre la acera perlada de cristales de hielo, contemplar el césped helado enfrente de las Cortes de Castilla y León, pasar por el Monasterio de Prado hacia el Museo de la Ciencia y subir por el remonte hacia Parquesol; o, alternativamente, hacerlo poco a poco por la ladera del parque, dejando a un lado lo que una vez fueron cuevas –hoy cegadas– hasta llegar a una de las mejores vistas de la ciudad, la que se abre al sur y que en los días de anticiclón permite ver desde luego hasta Portillo y, si el aire está claro, mucho más allá. Esa llanura, cruzada morosa por el Pisuerga hacia su feliz encuentro con el Duero, es fértil gracias a cientos de siglos de depósitos de limos y arenas que, poco a poco, se han ido cubriendo de una materia orgánica que enriquece la vega.
Desde el mirador se puede dar la vuelta hacia Maro Vallés para comprar unas deliciosas pastas de té y tomar luego un pincho de tortilla (con cebolla) en el The Crown Coffee (antes Príncipe), un sitio que tiene un saloncito que cuando está tranquilo nada tiene que envidiar al de un club británico. Hay que recuperar fuerzas para el regreso y de paso maravillarse con el paso del tiempo observando el paisaje tras la cristalera. Cuando yo era niño, antes de los móviles, todo esto eran unos pocos almendros, baldíos y raquítica tierra de secano, y dominaba una antena, un repetidor, que daba servicio a quién sabe qué frecuencias. Era una pequeña aventura llegar hasta aquí en una BH azul que, en los días crujientes, se resistía a subir la cuesta de Villacián, al lado de un gallinero. Pedaleando más allá de los cuatro bloques que habitaban los pioneros de Parquesol todo era virgen y al otro lado, al borde del cerro, se veía La Flecha, aún sin urbanizar, sin calles, agua ni luz; y sobre ella un cielo espléndido cuyo horizonte yo imaginaba se uniría con la tierra, si acaso, en Portugal.
Los días crujientes en el Pinar también son especiales, pero allí arriba, en lo que se nombraba en los mapas topográficos como cerro de la Gallinera, tienen sus esplendores particulares, a pesar de que todo haya cambiado en pocas décadas y que, salvo algunos de aquellos almendros que resisten, como hitos del paisaje de los recuerdos de Parquesol, nada sea ya lo mismo. Nada, salvo el frío y ese aire que sigue vivificando los pulmones con el olor inconfundible de la ciudad. A los 770 metros de su punto más alto, la atmósfera es un poco más tenue que en la Plaza Mayor, a 689, y hace un poco más de frío, casi un grado menos. A veces, cuando hay una inversión térmica, la diferencia es mayor, y no es raro que arriba esté ya despejado mientras el centro se despereza de sus nieblas.
En los días crujientes, las herbáceas autóctonas que aún se dejan ver en lo poco que queda del terreno de antaño quedan cubiertas por el hielo, lo que –contra toda intuición–, protege sus tejidos internos, y por ellos suenan cuando pisas los matojos almohadillados y los restos de hierbas anuales que resurgirán en la primavera. La escarcha también cuelga de los árboles, encaramada a un ramaje en el que bulle un petirrojo que con su pechera roja da una nota cálida al gélido pero magnífico y luminoso inverno vallisoletano.
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