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Crónicas del manicomio

La simpatía

«Nada contribuye tanto a la hospitalidad y la convivencia como la sonrisa y el gusto de agradar, que no son cualidades que sirvan para enfrentarse a nadie, a lo sumo pueden emplearse para desconcertar»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 13 de junio 2025, 07:09

Ante cualquier barbaridad se alude con frecuencia al lado oscuro de la vida o a las zonas grises que rodean la conducta. Nadie está libre ... de pecado y, sin embargo, todos tiramos piedras o empujamos a quien tenemos al lado. En el ámbito de los placeres ninguno destaca tanto como el de hacer daño. Se habla mucho del deleite sexual, pero este es un aprendiz comparado con el gusto de dañar. Hay quien no sabe acercarse a los demás sin herir su corazón, y esa condición lesiva unas veces se vive como un castigo, porque despierta mucha soledad, pero otras veces se disfruta como un triunfo sin igual, como quien satisface plenamente una necesidad.

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Se ha dicho que Schopenhauer es el autor de una de las frases más tristes de la filosofía: «La vida oscila como un péndulo entre el dolor y el aburrimiento». Pero creo que fue superado por uno de sus más conspicuos lectores. Con el paso del tiempo y tras psicoanalizar a cientos de pacientes, Freud dejó de creer en muchas cosas pero, en especial, dejó de creer en el género humano. A él le debemos un dictamen fulminante sobre el prójimo: «Este ser extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que –para confesarlo sinceramente– merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona, no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona».

No es de extrañar, si asumimos la lúcida consideración de Freud, que hayamos declarado la guerra a la naturaleza igual que lo seguimos haciendo, si viene al caso, contra cualquier persona cercana. Ahora bien, de un tiempo a esta parte todas las guerras se han vuelto mundiales, aunque no salpiquen de momento a nuestro barrio. Pero pueden hacerlo en cualquier instante. No son guerras de bloques, como las dos más recientes, sino que son locales, atomizadas, puntuales y, sin embargo, globales. Son engañosas porque, si bien nos afectan a todos, siempre se muestran en nuestra conciencia vallisoletana como ajenas o lejanas. No obstante, bien parece que los habitantes del planeta estemos sedientos de sangre pues, de no ser así, no se entiende que los ciudadanos, incluidos animalistas y antitaurinos, observen sin parpadear la muerte de miles de niños, ya sea de hambre o bombardeados. Realmente, el reparto de la piedad sigue una distribución inexplicable.

Más que nunca nos refugiamos bajo el paraguas de dictadores, fascistas o gobiernos autoritarios, a los que elegimos para que nos defiendan y nos hagan más ricos, cuando en realidad nos empobrecen y empiezan por encadenarnos. Como protesta y antídoto contra esta tragedia, en el fondo tan tonta, conviene volver a leer algunos textos sagrados sobre las almas alienadas a un amo: 'La servidumbre voluntaria' de La Boètie; el 'Leviatán', de Hobbes; 'El miedo a la libertad', de Fromm; 'La psicología de masas del fascismo', de Reich; 'La personalidad autoritaria', de Adorno. Pero esta propuesta, como se ve, cree demasiado en los efectos de la lectura que, si bien abre nuestros ojos, no nos libera del yugo con que nos uncimos nosotros mismos.

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Así las cosas, cada vez es más evidente que para combatir la guerra no valen las proclamas de paz que, como se ha señalado tantas veces, no son más que la misma refriega disfrazada y prolongada con otros medios. En cambio, la simpatía, con su simpleza natural, es el instrumento pacificador por excelencia. Nada contribuye tanto a la hospitalidad y la convivencia como la sonrisa y el gusto de agradar, que no son cualidades que sirvan para enfrentarse a nadie, a lo sumo pueden emplearse para desconcertar. Ni siquiera la caridad la supera como herramienta de concordia. La simpatía es la forma más profunda de piedad.

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