Sacrificio
«Eso de querer al prójimo como a uno mismo siempre suena a publicidad o a un farol desmedido, al menos si sobrepasa el círculo más íntimo, de padres, hijos o amigo»
Hay benefactores capaces de sacrificarse por los demás hasta el último suspiro. Despiertan una admiración unánime, aunque en algunos casos sentimos un retintín especial porque ... lo consideramos excesivo. Eso de querer al prójimo como a uno mismo siempre suena a publicidad o a un farol desmedido, al menos si sobrepasa el círculo más íntimo, de padres, hijos o amigos. En cambio, el sacrificio extremo por una idea o un ideal, tipo revolución, religión o patria, despierta muchas más dudas y reduce mucho los casos en que podríamos mostrarnos receptivos. Defenderse de una injusticia o una invasión suscita apoyo, solidaridad y comprensión, pero es inquietante hacerlo cuando el vecino se convierte en Nación, el devoto en Dios y el soldado desconocido en Patria. Es fácil perder la proporción de los valores, tanto en el caso de quien sacrifica su vida en defensa de unos ideales, ya se llamen libertad, justicia o igualdad, como de quien, en el extremo opuesto, no mueve un dedo para evitar la servidumbre y el sometimiento.
Sea como fuere, hay muchas menos personas dispuestas al sacrifico para salvar al otro que las que están prestas a sacrificarse con tal de destruirlo. Los límites morales de la condición humana los establece, por encima de cualquier otro, esta inclinación natural o artificial, innata o adquirida, a morir matando o a machacarse machacando. Hay un núcleo oscuro en el interior de la especie, que responde al nombre de sadomasoquismo, capaz de enturbiar la existencia de tal modo que cualquier miembro opta por hacerse daño a sí mismo con tal de repercutirlo en los congéneres. Se trata de un centro podrido y carroñero, instalado en el corazón de las gentes, que es causa de nuestras desdichas y de los peores sentimientos de los que nos atrevemos a hacer gala: avaricia, soberbia, odio, envidia y otros cuantos de igual calaña.
Ya en los albores del cristianismo, las autoridades de la Iglesia primitiva debieron intervenir para poner freno al entusiasmo con que los fieles se sometían al martirio. En realidad, venían a reconocer que nuestra moral es una ética del sacrificio. La moral pagana contentaba a los dioses con ofrendas que incluían la vida de la víctima, pero el genio del cristianismo consistió, precisamente, en convertir a Dios en el primer sacrificado. Mediante una inversión histórica, y para muchos sagrada, en vez de ofrecer sacrificios a los dioses, fue el dios único y redentor quien se crucificó generosamente por nosotros. El éxito se plasmó pronto en la liturgia, que renueva ese sacrificio cada poco, aunque solo simbólicamente y en dirección contraria. En la eucaristía el sacerdote transustancia el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, convirtiendo la materia física en cuerpo de vida. De vida eterna, incluso.
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Nunca sabremos si fue una buena idea, esta de un dios débil que se inmola para salvar a las criaturas nacidas de su propio gesto creativo. Unos piensan que sí, mientras que otros lo dudan. A los primeros se los llama creyentes y, a los segundos, agnósticos o ateos. Los primeros no retroceden ante las enrevesadas explicaciones teológicas, y creen con la fe del carbonero en los misterios, casi como el geómetra rinde sus fundamentos a los privilegios del axioma. Los segundos se inclinan por la sospecha y se santiguan ante una Iglesia que, al tiempo que defendía sus principios, afilaba sus armas y su poder fabricando en su auxilio todo tipo de herejías, merecedoras de persecución y exterminio. Y estos escépticos ven alimentada su suspicacia cuando fijan la atención en la palabra «sacrificio», pues se sorprenden, y no se sorprenden a la vez, viendo que en su polisemia se aúnan significados tan opuestos como renuncia, abnegación y matanza.
Quizá hubiera sido mejor no identificar al dios desconocido, cuyo altar figuraba estratégicamente en el panteón grecorromano, cuidando de que ningún dios quedara sin ser honrado. Pues todo cambió cuando san Pablo le identificó, le rescató del anonimato y le dio a conocer a todo el mundo.
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