M. Manzano
Crónicas del manicomio

Amar por miedo

«Cuando todos los peligros se ciernen sobre nosotros, cuando necesitamos brazos que nos sostengan y alimento que nos nutra, la madre es la primera que acude a calmar nuestros lamentos»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 17 de octubre 2025, 07:22

No son la familia Telerín, aunque también Eros, Afrodita, Isis, Krishna, Jesús. Dioses del amor, todos ellos, en cuya ayuda confiamos para convivir pacíficamente entre ... nosotros, unir las vidas y disfrutar de nuestros cuerpos. Sin embargo, las fuentes del amor no siempre son tan sagradas como creemos. Vistos de cerca, los fundamentos del amor son profanos y, probablemente, si no tan altos sí son más profundos que los divinos. A los dioses les atrae la superficie y sobrevolar el destino de los humanos.

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Como causas del amor pienso primero en la angustia, la soledad y el desamparo. Da la impresión de que amamos –o queremos, si rebajamos un poco el término– simplemente por miedo. Sin embargo, aun aceptando este origen a grandes rasgos, algunos pensarán que esa ecuación no se puede aplicar cuando se trata de la madre, ejemplo de entrega y generosidad que consideramos sin discusión el objeto amatorio por antonomasia. Muchos argüirán que carecemos de motivos suficientes para atribuir también al miedo la procedencia del amor en este caso. Pero no hay que descartarlo tan pronto. Cabe la posibilidad.

Principalmente lo creo porque los que nos dedicamos a la práctica terapéutica del alma, no descartamos nunca la presencia del odio, la violencia y la crueldad en cualquiera de las personas con que tropezamos. Y las madres, y las familias en general, pese al santurrón tono de algunos discursos que las ponderan y al ciego agradecimiento de otros, no están libres de esas lacras. Acerca precisamente de su madre, escribió amargamente Kafka que «su amor por mí es justo tan grande como su incomprensión hacia mí, y la falta de escrúpulos que dicha incomprensión confiere a su amor es, si cabe, aún mayor y a veces para mí totalmente incomprensible». No hay que demonizar a las madres, pero tampoco concederlas un salvoconducto de bondad e inocencia, como, sin ir más lejos, hizo Freud en su tiempo. Pese a ser el más avispado y penetrante psicólogo del siglo, sorprendentemente pasó por encima de sus propios autoengaños y negó la existencia de cualquier conflicto materno.

Ahora bien, el protagonismo de la madre no proviene tanto de sus condiciones personales, ya sean valores éticos o virtudes emocionales, sino de su índole intrínseca, es decir, del lugar que ocupa en los momentos más desvalidos de nuestra vida. Cuando todos los peligros se ciernen sobre nosotros, cuando necesitamos brazos que nos sostengan y alimento que nos nutra, la madre es la primera que acude a calmar nuestros lamentos. Esto la convierte en objeto incondicional de nuestro amor, que en el fondo no es más que una mezcla de gratitud, miedo y reconocimiento. El amor a la madre no es un amor gratuito, es más bien el amor de la debilidad y el egoísmo, y por ello es el más duradero, el más inmune y seguro. No es un amor romántico, por supuesto. Es un amor de dueño y esclavo, de amo y siervo. Románticos son los amores ideales y presuntamente desinteresados que pueden llegar más tarde. Esas pasiones breves que por unirnos intensamente al otro nos hacen olvidar del miedo, de la soledad y del destierro interno al que estamos castigados.

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Ahora bien, por la misma razón que el hijo no puede por menos que defenderse, la madre también tiene miedo y se siente amenazada. Nos necesita para protegerla y amarla, aunque calle y haga lo posible por disfrazar su debilidad. Y se vale de nosotros para redimirse y sacrificarse, para ejercer su poder, para aprender a morir y justificarse. Bien pensado, si no fuera por su miedo tampoco vendría en nuestro auxilio ni se convertiría en esa tabla de salvación que nos rescata del naufragio del nacimiento. Su generosidad es muy relativa, como la de todo lo que atañe a los humanos.

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