Ética y constitucionalistas mal avenidos
«En la situación actual, el ciudadano Rivera, con la abstención de su grupo, tiene el gran poder de facilitar un Gobierno minoritario sin la inestabilidad de cargas anticonstitucionales o 'bolivarianas'»
«Debemos anteponer los intereses de España a los intereses de los partidos», así de rotundo se mostraba un ilusionado y, tal vez, 'inexperto' Pedro ... Sánchez, en su primera entrevista en un periódico como nuevo secretario general del PSOE. Era el 30 de julio de 2014 y no podía imaginar el tortuoso camino que le llevaría a presidir el Gobierno antes de cuatro años, incluso a publicar un 'Manual de resistencia' propio de un ambicioso superviviente. Cinco años después, esa frescura patriótica ha sido superada por la geometría gris de los apoyos variables, incluso endiablados; un período de fragilidad política, tras tocar fondo la crisis en 2013 y añadirse el estallido del conflicto catalán. Todo parece indicar que entonces no marcaba la 'agenda' de Sánchez, pero tampoco la de Rajoy y los políticos españoles, en general, salvo los independentistas catalanes y un partido, Ciudadanos, que hacía de voz que clamaba en el desierto de un Parlamento catalán conocedor del desafío cotidiano y creciente al orden constitucional. Tampoco se querían ver las divisiones nacientes en la propia Sociedad Catalana.
Las elecciones siguientes vieron el final del bipartidismo, tras el anquilosamiento y los casos de corrupción de los partidos mayoritarios, que perdieron cinco millones de votos. La cara opuesta fueron los partidos emergentes (Podemos y Ciudadanos), avalados por ocho millones de votos. El escenario surgido entonces se mantiene después de otras dos convocatorias (26 de junio de 2016 y 28 de abril de 2019, con un cambio de Gobierno intermedio, vía moción de censura (1 de junio de 2018) apoyada por ocho partidos diferentes, algunos claramente anticonstitucionales. Se dibujó un escenario abierto a una política de pactos, pero con grandes prevenciones, tanto entre los partidos nuevos como los viejos, lo que supone grandes dificultades de acuerdos y precariedad política. Son tiempos de gobiernos monocolores minoritarios, que pueden ser descabalgados en cualquier momento y abrir vías a nuevas elecciones. Aunque la sociedad sigue su inercia activa, no puede olvidarse la gravedad del conflicto catalán, que crece y se pudre bajo la debilidad de sucesivos gobiernos, incluso dependientes del apoyo soberanista. Indudablemente es lo más parecido a jugar con fuego, pues estos socios «no son de fiar» como concluyó sagazmente Pedro Sánchez antes de las últimas elecciones y tras diez meses de Gobierno condicionado por ellos. Ante la gravedad de unos hechos vistos para sentencia y sin el menor indicio de reconsideración por los acusados, parecería razonable un pacto de Estado entre partidos constitucionalistas o, al menos un acuerdo de gobernabilidad a favor del partido mayoritario; pero no es posible. Pesan demasiado las malas relaciones personales entre sus líderes y la bisoñez para una necesaria cultura de pactos, de modo que se repite el frágil escenario tras la moción de censura: aunque el PSOE haya mejorado su posición, Sánchez depende del voto de un preso llamado Oriol Junqueras, un independentista nada arrepentido que ha pedido la abstención.
La generosidad en política suele ser rara, pero a veces produce muy buenos resultados; recordemos el ejemplo de los Pactos de la Moncloa o la propia Constitución, aunque les queden muy alejados a unos líderes políticos vitalmente ubicados en los cuarenta años. Ha tenido que ser un político francoespañol, Manuel Valls, algo más veterano y primer ministro en Francia anteriormente, quien ha introducido una racionalidad esencial: es preferible ceder apoyos sin contraprestaciones a un candidato constitucional, que acordar concesiones con otros que no lo son. En la situación actual, el ciudadano Rivera, con la abstención de su grupo, tiene el gran poder de facilitar un Gobierno minoritario sin la inestabilidad de cargas anticonstitucionales o «bolivarianas», según terminología de 'The Financial Times', defensor de Sánchez; su ambición de poder le ha llevado a situaciones comprometedoras con socios poco fiables. Se entiende la irritación de Rivera por los tratos indeseables de Sánchez, pero debe evitar ofuscarse y entender que la vía de Valls responde a un básico sentido de Estado y de partido 'bisagra', que facilita diversos tipos de Gobierno y que agradecerían gran parte de los españoles. Mientras otros chalanean peajes costosos, comprometedores o personales, su apoyo libre reforzaría la influencia de Ciudadanos y aportaría algo casi olvidado: ética, verdadera base de la regeneración política. El Gobierno más estable sería entre PSOE y Ciudadanos (180 escaños), pero parece imposible, a pesar de ser conocidas las consecuencias de su ausencia.
El futuro se adivina incierto, sin una estrategia de reconciliación en la sociedad catalana y a la espera de una sentencia que, sea como sea, no puede resolver el conflicto. En efecto se deben «anteponer los intereses de España a los intereses de los partidos» y el constitucionalismo debe ser algo más que una invocación entre mal avenidos, debe ser una unión real en torno a los ideales que auspicia la Constitución de 1978. No se entiende que sus defensores se dividan por viejos maniqueísmos simplistas y excluyentes de izquierda y derecha: dentro de la Constitución hay ética, no hay exclusiones. Nuestros jóvenes líderes deben madurar para evitarlas, en especial por motivos personales.
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