Estado y autonomías
Prefiero pensar que es cierto que la incidencia del virus no es homogénea y que es eso lo que justifica un nivel de disparidad territorial en la adopción de medidas tan excesivo que no resulta fácil de entender
De las muchas dimensiones que ha ido adoptando la situación que padecemos por efecto de la pandemia, una de las más relevantes es, sin duda, ... ésta que atañe la relación entre el Estado y las Autonomías en nuestro modelo organizativo. Hasta no hace mucho, el asunto era objeto de debate, como siempre lo ha sido, pero desde una perspectiva bien distinta. Con ocasión de la grave crisis económica de hace una década se planteó con insistencia si el sistema añadía complejidad y costes; y era esa una forma de evaluar y medir su utilidad en aquel contexto. Lo de ahora es distinto; lo que ahora se plantea es si el modelo sirve para facilitar la aplicación de medidas proporcionadas a una situación de alcance general, o si, por el contrario, supone un inconveniente que dificulta la adopción de decisiones unificadas de efecto homogéneo. Entonces estaba en juego la recuperación económica, el progreso y la igualdad; nada menos que eso. Hoy está en juego todo eso, y, además, la salud y la vida; nada menos que la salud y la vida.
Quizá convenga un poco de reflexión retrospectiva, como punto de partida, para sentar una base desde la que analizar los elementos que están en el centro del debate: la distribución de competencias, la capacidad de decidir y, en definitiva, la responsabilidad, la lealtad, la legitimidad, los límites. Todo ello combinado en las circunstancias actuales con la eficacia y la utilidad que se espera de una organización político-administrativa nacida en un determinado contexto y sometida luego a todo tipo de avatares complejos.
«Sería odioso concluir que detrás de las contraposiciones hay mucho de cálculo de costes políticos»
En el origen del diseño territorial incorporado a la Constitución de 1978 hay una dosis innegable de elevada singularidad. Se trataba de acoger un modelo de tendencia federal, capaz de satisfacer expectativas truncadas en el pasado y, a la vez, de canalizar aspiraciones nuevas, íntimamente asociadas a la recuperación de la democracia. No era fácil de cuadrar ese círculo, porque también se trataba de evitar evocaciones y similitudes con experiencias desdichadas que se frustraron con dolor. La lectura retrospectiva del Título VIII, hecha desde el conocimiento presente de su evolución en el tiempo, es bien reveladora: una gran parte son cautelas preventivas para la puesta en marcha, reglas que ya se cumplieron una vez y que ocupan tanto como las que ordenan los aspectos más sustantivos del modelo. Aquel flujo de originalidad constitutiva alcanzó su expresión más acabada en la forma en que se concibieron los respectivos ámbitos competenciales. En los Estados fuertemente descentralizados, especialmente si se configuran en clave federal, las competencias se suelen ordenar en tres listados: las que corresponden a la Federación, las que se reservan los Estados federados y las compartidas. En nuestro modelo hay una lista autonómica en el artículo 148, y una lista estatal en el 149; no hay lista de competencias compartidas. Lo que hay es mucho «sin perjuicio de» en la lista estatal, una cláusula abierta que permite a las Comunidades Autónomas asumir competencias difusas, que son las que no están expresamente atribuidas al Estado, y otra cláusula que permite al Estado transferir o delegar en ellas competencias propias. No es de extrañar que, con esos mimbres, buena parte de la definición progresiva de los ámbitos competenciales se haya hecho a golpe de sentencia del Tribunal Constitucional y, a menudo, con la sensación de que se trataba de arrancar algo al Estado, presentándolo como un triunfo político ante la clientela. Y tampoco es de extrañar que, en esa dinámica, algunos elementos básicos para el correcto funcionamiento del modelo, como son la coordinación, la armonización y la lealtad, no hayan encontrado el clima propicio para arraigar suficientemente. Con mucha frecuencia se cultivó más el discurso local del agravio comparativo y la emulación que el de la cooperación generosa, y se practicó más el victimismo discriminatorio que la solidaridad corresponsable. De manera que no ha sido fácil encontrar el punto de equilibrio entre la ventaja que deriva de la inmediatez para administrar con más eficacia lo particular y la necesidad de preservar y respetar la distancia para gobernar con más justicia lo común; ese punto medio entre lo próximo y lo remoto, lo de cada uno y lo de todos, ha estado demasiado sometido al efecto péndulo de la coyuntura política, seguramente por la falta de una cultura y una praxis de acuerdos básicos sobre asuntos esenciales entre los principales grupos del panorama nacional.
Si estoy en lo cierto, ese es el escenario en el que se viene representando el drama que nos acompaña desde que la pandemia se instaló en nuestras vidas. Una especie de pugna oscilante en la que se han sucedido periodos de elevada centralización durante el primer estado de alarma en la pasada primavera y de amplia dispersión durante el segundo, que es en el que ahora nos encontramos desde el pasado otoño, con un paréntesis indefinido durante el verano, que luego hemos sabido que no fue precisamente de gran utilidad. Ese tránsito de la uniformidad a la asimetría se ha hecho viral, que se dice ahora, cuando saltaban chispas porque una decisión estatal era objetada desde una o varias autonomías, entonces, o porque una decisión autonómica chocaba con el límite estatal, ahora. El conflicto, pendiente de resolución judicial, a propósito del horario del toque de queda es suficientemente revelador de lo que quiero decir. Se piensa, de un lado, que, si se ha delegado la estrategia de combate de la pandemia, junto con la responsabilidad por las medidas adoptadas, en los ámbitos territoriales, debe ser con todas las consecuencias; y se arguye, del otro, que la reconocida competencia autonómica en materia sanitaria no obsta a la afirmación efectiva de la autoridad competente que, el mismo Decreto de estado de alarma que dice lo anterior, atribuye al Gobierno de la Nación, por mucho que haya perdido presencia y protagonismo en esta fase.
Sería odioso concluir que detrás de las contraposiciones más llamativas hay mucho de cálculo de costes políticos. Prefiero pensar que es cierto que la incidencia del virus no es homogénea y que es eso lo que justifica un nivel de disparidad territorial en la adopción de medidas tan excesivo que no resulta fácil de entender. Pero no estaría de más darle una vuelta a lo del punto medio; seguro que mejoraría la eficacia y, de paso, ayudaría a reorientar en clave de mayor utilidad un modelo organizativo tan sugerente, como yo creo que lo sigue siendo nuestro Estado de las Autonomías.
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