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El fruto está maduro, pero no termina de caer. De hecho, en un momento donde el pueblo parece salir a la calle con más convencimiento ... que nunca, a pesar de la represión, el presidente sin actas de Venezuela acaba de renovar su mandato por seis años más. «¡No tenemos miedo!», dijo María Corina Machado, antes de que la detuvieran y la volvieran a dejar en libertad el jueves, tras casi cinco meses de andar en paradero desconocido. Pero su valor no fue suficiente, como tampoco lo ha sido que Edmundo González le perdiera de una vez el miedo al miedo, y tratara de entrar en Venezuela por tierra, mar o aire, tal como había prometido, para hacer valer su condición de presidente verdadero, ante la evidencia del fraude electoral. No lo fue, sencillamente, porque el ejército venezolano cerró a piedra y lodo el país, impidiendo que nadie pudiera salir ni entrar, en una situación de auténtica excepción.
El fruto está maduro, porque lo cierto es que ya nadie en su país se ríe de las gracietas infantiles de Superbigote, el paladín que aprendió en Cuba los resortes para mantener una dictadura contra todo pronóstico. Maduro y casi podrido, pero no termina de ceder a la ley de la gravedad. Entre otras cosas por la hipocresía de todos esos otros países que quieren ser políticamente correctos criticando la ausencia de democracia en Venezuela, pero que luego siguen negociando con Maduro sea por el petróleo sea por cualquiera de los recursos inagotables de uno de los países más ricos con los ciudadanos más pobres del mundo.
Grave especialmente en un país como el nuestro, donde nada menos que un expresidente del Gobierno se mantiene como garante español de la legitimidad de la dictadura bolivariana. Donde desde el presidente actual hasta el último de sus ministros parecen incapaces de encontrar las palabras justas para condenar, de frente y por derecho, la represión flagrante del dictador venezolano. Y donde el propio Rey se tiene que reunir a escondidas con el citado Edmundo González, no fuera a ser que se enterase el mordaz Maduro y le dedicara alguna lindeza en su discurso de toma de posesión. Ese mismo Rey que esta semana, ante el centenar de diplomáticos que se reunieron en la recepción de Año Nuevo en el Palacio Real, reivindicaba el papel de la Unión Europea como «actor global» frente a las amenazas a la democracia en todo el mundo, empezando por la desgracia del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. Y sin embargo recurría al eufemismo del «respeto a la voluntad popular» en las urnas para evitar hablar abiertamente de la opresión totalitaria del renovado presidente venezolano.
Bastante tiene Europa con lo que tiene, con el aumento galopante de las actitudes autoritarias en cada uno de los países de la unión, como para constituirse en actor global de nada, mientras Trump bromea ya directamente con anexionarse Canadá y hasta Groenlandia en justa réplica a Putin, cuando éste arenga a sus tropas recordándoles la lista de los países que un día fueron de la Unión Soviética y que nunca debieron dejar de pertenecer a ella. Y bastante tiene España con su propio fruto maduro en la presidencia del Gobierno. Ese que, agarrado al fantasma de Franco, como si el cadáver del general fuera el mismísimo brazo de Santa Teresa, inaugura un nuevo año de legislatura con la mayor carencia de calidad democrática que se recuerda en decenios. Será eso que dice Felipe González, que a los españoles nos gusta cambiar de régimen más o menos cada cuarenta o cincuenta años. O será la proyección de eso otro que dice Jonathan Swift, el inefable autor de 'Los viajes de Gulliver', que «un pueblo habituado durante largo tiempo a un régimen duro pierde gradualmente la noción misma de libertad». Cualquiera sabe.
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