Donald, el pacificador
«Si quieres la guerra, dice el gallo peleón, dándole la vuelta al César, prepárate para el Nobel de la Paz»
Avanza septiembre, y las aguas del fiordo de Oslo van entrando sin prisa, pero sin pausa, en la temperatura de invierno. Con la misma prisa ... y con la misma pausa, los cinco miembros que componen el Comité Nobel de Noruega se reúnen varias veces estos días para dilucidar quién será el próximo Premio Nobel de la Paz. Hay otros candidatos, pero bajo la presión (siempre) de las potencias, de momento parece que las fuerzas están igualadas. Los noruegos proamericanos se inclinan por Yulia Navalnaya, la viuda triste del activista y opositor Alexéi Navalny, el azote de Putin hasta que murió ominosamente en la cárcel y le dejó a ella la encomienda. Y los noruegos prorrusos abogan por Donald Trump, aunque sea tapándose la nariz. El mundo está loco, loco.
Curándose en salud, el gallo estadounidense ya ha dicho que, aunque él se lo merece más que nadie, lo más probable es que nunca consiga el galardón. «Por motivos políticos», asegura. Es decir, que por mucho que Noruega no pertenezca formalmente a la Unión Europea, al fin y al cabo los noruegos, como todos los escandinavos, no dejan de ser gente 'woke'. Progres que en su día fueron capaces de darle ese premio, que les dejó en herencia el inventor de la dinamita, al presidente «más débil y patético» de la historia de los Estados Unidos de América: el odiado Barak Obama.
Hace dieciséis años, cuando le concedieron el Nobel a Obama, el comité esgrimió sobre todo tres razones: sus esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional, su empeño en fomentar la cooperación entre los pueblos y su visión de un mundo sin armas nucleares. Con Trump, lo cierto es que la diplomacia mundial ha volado hecha pedazos o se ha limitado, en el mejor de los casos, a la habilidad de negociar aranceles con el déspota del pelo anaranjado. La cooperación entre los pueblos ha sucumbido estrepitosamente en favor del 'America First'. Y la visión antinuclear se ha transformado en el calabrinamiento atómico de los socios del eje del mal, con una muestra de postín: el engallamiento del sórdido Putin enviando sus drones a surcar el cielo de Polonia; es decir, de la Unión Europea, y es decir, de la OTAN.
Ni a Adolf Hitler ni a Iósif Stalin, que compiten todavía en el Guinness por saber cuál de los dos anotó más millones de muertos en su cuenta personal, les dieron en su día el Nobel de la Paz. Tampoco a Churchill, otro fan de la guerra, la sangre, el sudor y las lágrimas, que sí obtuvo, sin embargo, el de Literatura, que también tiene lo suyo. Pero lo cierto es que a Trump ni siquiera en su país le han concedido todavía, ni pagando, ninguno de los grandes premios de la patria. Ni la Medalla de la Libertad, que recibieron personajes como Martin Luther King (de manera póstuma), la madre Teresa de Calcuta o Nelson Mandela, ni la Medalla de Oro del Congreso, con la que sí se reconoció por cierto a Ronald Reagan. Por fuerza ha de escocer.
Al pacificador le están saliendo rana lo mismo la guerra de Ucrania que la de Israel, que no han hecho otra cosa que bañarse aún más en sangre desde que es presidente. Pero él no se rinde. Después de cambiar el nombre al Ministerio de Defensa por Ministerio de la Guerra, y de meter los federales y a la Guardia Nacional en Washington y Los Ángeles, ahora amenaza con hacer lo propio, en vísperas de la próxima reunión del comité noruego, en otras ciudades como Chicago, Filadelfia, Baltimore, Nueva Orleans o la propia Nueva York, todas ellas con alcaldes 'woke'. Si quieres la guerra, dice el gallo peleón, dándole la vuelta al César, prepárate para el Nobel de la Paz. Dios nos coja confesados.
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