El Lorca escritor nació en Castilla
Sus viajes literarios por Burgos, Palencia, Salamanca o Ávila fueron cruciales en su vocación y encuentran reflejo en su primera obra 'Impresiones y paisajes', que se reedita ahora
El Lorca escritor se forjó en tierras de Castilla. Este singular dato de la biografía del poeta granadino se desvela en una reciente reedición de ... su primera y poco conocida obra, 'Impresiones y paisajes', con motivo de su centenario. Antes de sus viajes literarios por las tierras de Burgos, Ávila, Salamanca o Palencia, de la mano de uno de sus profesores de Granada, Lorca había sido llamado por las musas de la música. Después de enfrentarse al desafío de convertir en palabras sus impresiones frente a la Cartuja de Miraflores, la Catedral de Ávila, o las gentes de la meseta, Lorca ya había sido ganado para la causa de las letras.
El artífice de la transformación, tal y como destacan Jesús Ortega y Víctor Fernández, los editores de la reedición, fue el salmantino Martín Domínguez Berrueta, profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad de Granada cuando cursaba allí estudios el futuro autor de 'Poeta en Nueva York'. Domínguez Berrueta tenía un método pedagógico próximo a la Institución Libre de Enseñanza y buscaba una participación activa del alumno. Con ese objetivo organizaba excursiones por distintos lugares de España para que sus estudiantes se enfrentaran directamente a la obra de arte.
«Nadie debe hablar ni pisar fuerte para no ahuyentar el espíritu de la sublime Teresa», escribe sobre Ávila
Lorca hizo más que eso: decidió plasmar en palabras el complejo y muy contradictorio mundo de sensaciones y emociones que esas visitas inspiraron en su ánimo. Muerte y misticismo, gloria y amargura, belleza y cansancio, así de contrapuestas eran las percepciones del futuro literato. Todo un reto para quien, durante todos los viajes, había sido siempre 'el músico', el que amenizaba las veladas tocando el piano. Lorca homenajeará al maestro de su primera vocación, Antonio Segura Mesa, fallecido justo por esas fechas de transición, dedicándole 'Impresiones y paisajes', ante la amarga decepción de Domínguez Berrueta, que sentía que ese libro primerizo –que apenas logrará difusión– le debía mucho más a él que al pianista.
No se lo perdonará, y su relación se romperá. Lorca solo reparará en parte el daño causado en 1932 durante una visita a Salamanca para dar una conferencia sobre el cante jondo. Allí, siendo ya figura célebre, se encontrará con el hijo de su viejo profesor al que le trasladará su afecto hacia un Berrueta al que no ha olvidado. «Le recuerdo con mucha frecuencia», confesará a Luis Domínguez-Guilarte.
Todo empezó en 1916, en una época de profunda metamorfosis personal que se tradujo en una crisis sexual y religiosa. Federico García Lorca formaba parte del reducido grupo de alumnos que el 6 de junio de 1916 inició la primera de las cuatro expediciones de Berrueta que los llevarían a recorrer distintos puntos de España. Aquel primer viaje discurrió por tierras andaluzas, pero el siguiente, en otoño de ese año, ya incluiría El Escorial, Ávila, Medina del Campo, Salamanca (donde conocerá a Miguel de Unamuno), Santiago de Compostela, León, Burgos, Segovia y Madrid. Y al año siguiente, en 1917, otras dos excursiones más: una a la machadiana Baeza y otra a Madrid, Burgos y Palencia.
«En la primavera de 1916 el joven artista rompió a escribir, pero no fue hasta el verano de 1917, en Burgos, durante su cuarto viaje de estudios con el profesor Berrueta, cuando cristalizó en su conciencia la decisión irrevocable de ser escritor», explica Jesús Ortega en su prólogo a 'Impresiones y paisajes'. Lorca siempre ocultó el momento de su epifanía, pero «todo indica que aquellas tres melancólicas semanas de agosto de 1917 vividas en la ciudad castellana, a solas con su profesor (…) terminaron de producirle el 'estigma doloroso' de una transformación interior que lo colmó de 'verdad y lágrimas'». Indirectamente aludió a ello cuando en una carta de 1924, a Melchor Fernández Almagro, afirma misteriosamente: «Yo estoy nutrido de Burgos». Meses antes de aquel agosto, en febrero de 1917, publicó en el Boletín del Centro Artístico su primer trabajo literario, que resultó ser un homenaje al poeta vallisoletano José Zorrilla, por si fueran pocos los lazos que ligaban su pasión literaria con el aire de Castilla.
Mirada poco complaciente
Una Castilla a la que Lorca contempla con una mirada muy poco complaciente. Le seducen su misticismo, su sosiego y el peso de su historia, pero enseguida encuentra entre sus calles y gentes la sombra de la muerte. «Hay algo de inquietud y de muerte en estas ciudades calladas y olvidadas», afirma en 'Meditación', en lo que es propiamente el comienzo mismo del libro. «Las distancias son cortas, pero sin embargo qué cansancio dan al corazón. En algunas de ellas, como Ávila, Zamora, Palencia, el aire parece de hierro y el sol pone una tristeza infinita en sus misterios y sus sombras». Y continúa rotundo: «Por todas partes hay angustia, aridez, pobreza y fuerza». «¡Ciudades de Castilla llenas de santidad, horror y superstición! (…) Estáis llenas de un misticismo tan fuerte y tan sincero que ponéis el alma en suspenso».
De la Cartuja dice: «Todo el amor que Dios mandó nos profesáramos falta allí, ni ellos se quieren»
En su texto dedicado a Ávila, García Federico García Lorca rinde homenaje a la santa andariega: «Nadie debe de hablar ni de pisar fuerte para no ahuyentar el espíritu de la sublime Teresa… Todos deben sentirse débiles en esta ciudad de formidable fuerza».
Pero es Burgos la que se lleva la palma en 'Impresiones y paisajes': Sus sepulcros vacíos, que nos hablan de la vanidad de los hombres; su Cartuja de Miraflores que, en medio de la solemnidad exterior, «se eleva como portadora de la angustia general»; el monasterio de San Pedro de Cardeña, tan ligado a la esposa del Cid; o un amplio ensayo dedicado al Monasterio de Silos ocupan un lugar central en el libro. De este último escribirá: «Cada vez que se miran las arquerías magníficas (del Monasterio de Silos), estalla en el alma un acorde de majestuosidad antigua», en frase donde confluyen sus dos vocaciones, la vieja (la música) y la nueva (la literatura).
La falta de religiosidad que percibe en la Cartuja –«todo el amor que Dios mandó nos profesáramos falta allí, ni ellos mismos se quieren», afirma con desprecio– lo encuentra en cambio en el abad de Silos, cuyas plegarias parecen tener el poder de espantar a las sombras. «El abad se adelanta sobre las obscuridades de la Iglesia y rezando devotamente, con el hisopo en la mano, derrama agua bendita en las negruras tremendas del templo. En este parece oírse ruido extraño, algo así como de alguien que corre. Son los demonios del mal que van a ocultarse en sus antros. Sólo la luna se filtra entre las quimeras de las sombras».
Publicados en prensa
Algunos de los textos sobre Burgos que irían a parar a este libro primero de García Lorca fueron publicados antes, en formato periodístico y en varias entregas, en el periódico 'El Diario de Burgos', en lo que fue todo un ensayo previo a su forma final. Y una primera exploración del nuevo rumbo que tomará su vida.
El monasterio de San Pedro de Cardeña, finalmente, permite a Federico García Lorca realizar una evocación de la figura del Cid y, sobre todo, de su esposa doña Jimena, que le resulta notablemente más atractiva. «La figura de doña Jimena es la nota más femenina y subyugadora que tiene el romancero… Casi se esfuma al lado de las bravatas y contrastes de Rodrigo, su marido, pero tiene el encanto suave del amor».
«La figura amorosa de Jimena que describe la formidable leyenda, aún parece esperar al caballero más amante de las guerras que de su corazón y esperará siempre, como esperan los Quijotes a sus Dulcineas, sin notar la espantosa realidad. Toda la historia de aquel amor fuerte está dicha sobre estos suelos; todas las melancolías de la mujer del Cid pasaron por aquí… todas las palabras de réplica mimosa y apasionada se oyeron por estos contornos, hoy muertos…».
«Bobalicones» en el Museo de Escultura
Nadie es perfecto. Y García Lorca no fue una excepción. Quizás eso explique lo mal parado que sale el Museo de Escultura de Valladolid en su libro 'Impresiones y paisajes'. Una Valladolid apenas citada en el libro más que por las tallas de los imagineros que Lorca vio con contenidos distintos y en un entorno diferente al actual, pues el Museo se trasladó a San Gregorio en 1933. Por las razones que fuere, el poeta granadino apenas encuentra disfrute estético en unas pocas de aquellas esculturas. La reflexión sobre la figura de San Bruno, de Pereira, en la Cartuja de Miraflores, que no le agrada lo más mínimo, se extiende más allá y golpea también a las esculturas atesoradas en Valladolid: «Los santos héroes de historias lejanas, románticos del sufrimiento por amor a Dios y a los hombres, no encontraron su encarnación artística. ¡Hay que pasar por las salas del Museo de Valladolid! ¡Horror! Bien es verdad que hay algunos aciertos, muy pocos… pero lo demás…». Y más adelante: «Desdichada imaginación del señor Pereira, como casi todos los escultores que exponen en Valladolid, que hicieron de figuras ideales, casi fantásticas, retratos de hombres recios, de idiotas y de bobalicones». El propio Lorca es consciente del carácter provocador de sus palabras, pero se reafirma en ellas y reclama que, más allá de la mayor o menor brillantez técnica de las obras, lo que cuenta es el alma de las cosas. «¡Ay! –exclamarán muchos– ¡qué disparate! ¡Estas esculturas son magníficas! ¡Note usted la maravilla de esas manos! ¡Fíjese usted, qué cosa más anatómica!'. Sí, sí señor, pero a mí únicamente me convence el interior de las cosas, es decir, el alma incrustada en ellas, para que cuando las contemplemos puedan nuestras almas unirse con las cuyas. Y originar en esa cópula infinita sentimiento artístico el dolor agradable que nos invade frente a la belleza…».
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