Lidia Herbada: «En la historia de mis abuelos de Tordesillas hay una novela por escribir»
La novelista publica 'Tiempo de tinta y ceniza', un libro inspirado en su familia, que pasó la Guerra Civil asilada en la embajada de Chile
La pequeña Lidia, esa niña que más tarde se convirtió en escritora, no tenía más que abrir bien los oídos en casa para descubrir historias ... de amor, de traición, de héroes en tiempos de guerra y tipos que se sobreponen a cualquier adversidad. Sus amigas y compañeras de clase tenían que acudir a libros o películas para conocer aventuras así. A ella, para que se le disparara la imaginación, le bastaba con escuchar lo que sus abuelos, sus tíos y sus padres le quisieran contar. Y le contaron mucho.
Parte de la memoria familiar –atravesada y camuflada por grandes dosis de ficción– está en su última novela, 'Tiempo de tinta y ceniza' (Ediciones B), donde Lidia Herbada recupera un viejo relato familiar para armar un libro protagonizado por dos hermanas que acaban enamoradas del mismo hombre. «Mi familia pasó la guerra asilada en la Embajada de Chile, junto al jefe de negociado de aquel país, Carlos Morla-Lynch, íntimo amigo de varios integrantes de la Generación el 27 y de Federico García Lorca», cuenta Herbada.
Su bisabuelo materno era terrateniente. Su abuelo, teniente general. Vivían en el número 82 de la Calle Mayor de Madrid. Y allí pilló a la familia la Guerra Civil. Muchos madrileños buscaron asilo en las embajadas y espacios consulares de otros países. La de Chile acogió a cerca de dos mil personas. Entre ellas, la familia de Lidia:su madre y sus nueve hijos (uno de ellos nació incluso allí, dentro de la embajada). «Estuvieron allí encerrados casi un año. Me contaban cómo se tenían que calentar con estufas de carbón, cómo comían garbanzos casi todos los días, cómo las alfombras de la embajada, enrolladas, servían de almohada. Y cómo talaban algunos árboles del jardín que tenía el edificio para hacer los ataúdes». Porque en tantos meses de encierro también ahí dentro moría gente.
De aquella experiencia familiar quedan documentos, fotografías, registros que Lidia ha consultado en la embajada y con la colaboración de una catedrática chilena que hizo su tesis doctoral sobre esta labor humanitaria de la embajada de su país. Apartir de ahí, Lidia contó la historia de dos hermanas de ficción, desde los primeros años de la República hasta la Guerra Civil y el franquismo posterior. Carmen es una mujer con inquietudes que comienza a trabajar en una tienda de fotografía y se convierte en retratista de ese grupo de amigos, conocidos e intelectuales que pasó a la historia como la Generación del 27.
Su hermana Helena es todo lo contrario, una mujer que aspira al matrimonio para toda la vida, los hijos (tiene dos niñas)y el sosiego del hogar. Las vidas de ambas se ven trastocadas por dos acontecimientos. Por un lado, la guerra. Por otro, el corazón. Las dos se enamoran del mismo hombre. «Me gusta mucho ese juego de dualidades. Helena, que es más clásica que la Singer, y Carmen es un reflejo y un homenaje a tantas mujeres de la época (María Teresa León, Maruja Mallo...)».
De la libertad callejera de la primera parte, se pasa al encierro en la embajada durante la guerra y, ya en el tercer tramo del libro, se produce un salto temporal para fijar el foco en las hijas de Helena, también con diferencias casi insalvables de personalidad. «Las historias no curadas de nuestros pasados se repiten en nuestros descendientes», defiende Lidia, convencida del poder que tienen las historias que recibimos en herencia.
La novela está inspirada en todo aquello que le contaron desde su rama materna, pero Lidia está convencida de que también en su árbol genealógico paterno hay una historia por contar. Su abuelo Marcelino Herbada nació en Tordesillas el 2 de enero de 1900.
Era el mayor de cinco hermanos de una familia humilde, que vivía en la propiedad de Tertulino Fernández y Jerómina de Cabezudo, con varias hectáreas de tierras, ganadería de toros bravos y vivienda en la calle de San Pedro.
«Estanislao Herbada, mi bisabuelo, era el cochero de los señores. Mi bisabuela, Andrea Berjón, hacía las tareas de portera y de lo que se terciara. No querían esa vida para sus hijos. En mi abuelo empezaba a despuntar su interés en las letras y la cultura, por lo que en un principio quería ser maestro, pero al final se fue a la capital para ganarse la vida». Los primeros años en Madrid fueron duros. Dormía en los mostradores de las tiendas de ultramarinos y consiguió trabajo como botones del Banco Hispano.
«Todas las noches estudiaba en la Escuela de Comercio Internacional y pronto se hizo socio en Toledo de la Cerámica de San Antón», recuerda Lidia, quien sigue con el relato familiar. »Se enamoró perdidamente de Anastasia, la hija de los dueños de un hostal que estaba en la calle Juan de Herrera». Elegante, amante de la música, con sombrero y reloj de cadena, Marcelino siempre quiso para sus hijos e hijas la libertad que tanto ansió de joven. «Sí, tal vez también ahí, en la historia de mis abuelos vallisoletanos, haya una novela por escribir», reconoce Herbada.
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