De lo que hablábamos y no hablábamos
En nuestros paseos y caminatas, en nuestras «horas» deambulando de aquí para allá, Miguel Delibes y yo hablábamos de todo. O de casi todo.
Sin ... prisas y sin prontuario o guía preestablecidos.
¿Sin prisas he dicho? Sin prisas, pero sin pausas. Esto ya lo he contado en crónicas anteriores. A Miguel no le gustaba pararse por nada ni con nadie.
Y en cuanto a las prisas, o más bien al ritmo del paseo, solía ser siempre vivo y diligente. Delibes tenía una zancada larga, de cazador, y a veces no era fácil seguirlo.
¿Y los temas de conversación? De todo un poco. Aunque de lo que menos, de literatura, de libros, de congresos y seminarios, de proyectos teatrales en común. Eso lo dejábamos para otras circunstancias.
En nuestras «horas» andariegas compartíamos más bien pareceres y sentimientos sobre la vida, sobre la sociedad, sobre las gentes, sobre política, sobre Valladolid, sobre Castilla y el castellanismo, sobre la vejez, sobre la muerte y el más allá...
O sobre tal o cual sujeto que en esos momentos andaba en boca de todos. Esto a Miguel le divertía. Y a mí me tiraba de la lengua al respecto cuanto le venía en gana.
No a la ambigüedad
Cuando después de alguna de nuestras «horas» coloquiales y pedestres quedaba algún cabo suelto, algún asunto en el aire, algún nombre o conducta por aclarar, algo, en definitiva, sobre lo que yo no había sabido precisar, por falta de detalles o de información, era lo primero que Delibes sacaba a colación en nuestro siguiente encuentro.
– ¿Te has enterado mejor?
Y no valía ser ambiguo y menos aún contradictorio. Nada le molestaba tanto al escritor como el 'donde dije digo digo Diego'. Tiene Delibes personajes literarios de este mismo fuste. Irá saliendo alguno más adelante, en estas «horas» de convivencia y vivencias. Seguro.
Y si digo que le molestaba la ambigüedad, ahora afirmo que Miguel Delibes fue un modelo de precisión, de agudeza y de perspicacia. A veces relacionadas con asuntos aparentemente inanes. Me explico: Casi siempre que emprendíamos uno de nuestros paseos urbanos y pasábamos por la plaza de Zorrilla, cien metros antes de llegar bajo el reloj y termómetro que corona un alto edificio de dicha plaza, Delibes jugaba a calcular y vaticinar la temperatura reinante.
– Tantos grados centígrados, a ver si acierto –profería en voz alta y con aplomo.
Y acertaba. No fallaba nunca. Hombre de campo, hombre de aire libre, no necesitaba artilugios ni termómetros para calcular y adivinar cuánto era el frío o el calor reinantes.
Plantas y árboles
Y cierro mi «hora» de hoy volviendo a qué asuntos ocupaban nuestros paseos y paliques. Pues por ejemplo la identificación de las plantas y árboles que pueblan el vallisoletano parque municipal del Campo Grande. Delibes se los sabía todos.
Bueno, puntualizo: Aquello era –y es– un jardín, un romántico y hermoso jardín, pero jardín; no un bosque, ni arboleda, soto o carrascal silvestre. Por eso al escritor campero no le llamaba especialmente la atención aquella flora domesticada. Y por otro lado, Delibes nunca alardeó de su erudición campestre. En realidad, nunca alardeó de casi nada.
Ni siquiera de la lista de nombres primigenios de pájaros que fue recolectando en sus cazatas y recorridos rurales, que luego llevó a la Real Academia Española, donde tampoco es que los señores académicos, sus ilustres colegas, le prestaran demasiada, o al menos pronta, atención. Cosas...
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