La alegría de andar
Mis horas con Delibes ·
«Cuando yo caminaba a su lado notaba al escritor distendido, satisfecho, alegre por respirar y gozar del aire libre»Miguel Delibes fue un andarín empedernido. Y yo me hice andarín a su vera. Y hoy, segunda entrega del centenario del nacimiento del escritor, continúo ... este periplo por las páginas de El Norte de Castilla, evocando las «horas» que estuve y caminé a su lado. Por el vallisoletano Campo Grande y alrededores, por las riberas del Pisuerga, por la ciudad de Valladolid, por los pinares que la circundan, por otros escenarios que irán saliendo a colación.
Andar y conversar fue todo uno. Por supuesto que también conversamos no pocas veces en su domicilio de la calle Dos de Mayo, en viajes juntos, o a raíz de proyectos que llevamos a cabo de la mano, como la versión teatral de su novela 'Las guerras de nuestros antepasados'.
Con todo y con ello –y no me cansaré de repetirlo en estos artículos–, nuestras charlas y caminatas discurrieron al unísono la mayoría de la veces.
Pero hablaba en mi anterior entrega de que a Delibes, cuando salíamos de paseo, no le gustaba que nada ni nadie le interrumpiese la marcha. Que nadie le parase por la calle. Para saludarle o incluso para felicitarle por algún reciente premio o distinción literaria. Y hasta había gente que, conociendo sus hábitos y circuitos urbanos de paseo, solía abordarlo con uno o más libros pidiéndole una dedicatoria.
– No, mire –solía decirle Delibes al asaltante sin detenerse–, déjelos usted en el buzón de mi casa, con su nombre en un papel, y pase a recogerlos al día siguiente.
Pero he titulado mi crónica de hoy 'La alegría de andar'. Que fue justamente como tituló Delibes el capítulo séptimo de su libro 'Mi vida al aire libre' (1989). Un delicioso y humorizado vademécum en el que da rienda suelta a sus vivencias y prácticas como hombre de campo y de naturaleza.
Lo opuesto a un intelectual
«Soy consciente –se manifestaba el novelista al respecto– de que he pasado la mitad de mi existencia, si no más, al aire libre, a la intemperie. Soy lo más opuesto a un intelectual al uso, encerrado en su despacho entre libros».
Pues como ya he apuntado, el capítulo séptimo de este libro lleva por título 'La alegría de andar'. No dice 'el placer de caminar', sino 'la alegría de andar'. Cuando yo caminaba a su lado, en nuestras incontables caminatas y «horas» juntos, notaba al escritor distendido, satisfecho, alegre por respirar y gozar del aire libre.
Y a ambos nos cuadraba entonces, paladinamente, la máxima roussoniana que encabeza precisamente el libro del que ahora me ocupo: «No puedo meditar sino andando, tan luego como me detengo no medito más: mi cabeza anda al compás de mis pies».
Pues eso: que también nuestras charlas y coloquios «caminaban» al compás de nuestros pies. No voy a decir –como Rousseau– que si nos parábamos dejábamos de hablar, de conversar. ¡Lo que ocurre es que no nos parábamos nunca!
Porque, además, Miguel Delibes solía tener tasado, al salir de casa, el tiempo que iba a caminar ese día. Y si al concluir nuestro periplo urbano, pongamos por caso, llegábamos al portal de su domicilio y faltaban diez minutos del tiempo programado, dábamos una vuelta a la manzana para cuadrarlo. ¿Manías? ¿Hábitos?
Mis «horas» con Delibes discurrieron siempre entre la sorpresa y el asombro. No por ser un hombre de ideas o propuestas deslumbrantes –nunca lo pretendió–, sino por su ejercicio constante y meridiano del sentido común. Toda su literatura puede encuadrarse en estas coordenadas, y sin duda también su biografía. Obra y vida al unísono.
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