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ARTÍCULOS

Jeromín de Villagarcía

ANASTASIO ROJO VEGA

Viernes, 17 de julio 2009, 03:24

L os niños de la Grecia clásica tenían entre sus primeros deberes, como tales griegos, aprenderse las historias de Homero, símbolo de su pasado, de su presente, de su futuro y de su identidad como pueblo y como nación.

Uno de los graves problemas que tenemos en esta Tierra de Sabor es que en algún momento -no hace mucho- hicimos una especie de formateo de memoria, decidiendo que más allá de lo que nos cuentan nuestros abuelos, no hubo nada que mereciese la pena, nada destacable, nada de lo que enorgullecerse, nada por lo que sentirnos unidos.

Esta pérdida de identidad es inferior a doscientos años, por cuanto en plena Guerra de la Independencia, los franceses escribían de los de la cuenca del Duero: «Tienen una alta idea de su origen y se creen de una raza superior a la de otros pueblos; estos sentimientos contribuyen a animarlos a todos con un espíritu nacional que inspira en ellos el amor por la patria y excita su bravura y perseverancia en los sacrificios».

Las cosas han cambiado tanto, que hoy no es difícil toparse con casos como el de un pueblo que quería derribar una ermita para que pasasen las cosechadoras más fácilmente por el camino; como el de un vecino que picó la inscripción y el escudo que había -de piedra- sobre la puerta de su casa porque decía: «Esta casa es del Licenciado... Año 1675», y, según su buen criterio, ¡qué coño de que la casa es de ese! ¡es mía!; o como el de otro pueblo que juzgó que más lucía un sarcófago de piedra monolítico, bellamente labrado, en la plaza, pegado a la fuente, lleno de tierra y petunias, que no junto al altar, estorbando.

Así que cuando vas a uno de esos lugares y mientras ves la iglesia, o la ermita, lees una inscripción y te sorprendes y te das la vuelta preguntando ¿saben quién está enterrado aquí?, y te dicen que no, y comentas: pues don Fulano de Tal, pensando que es algo importante, te decepcionas escuchando la respuesta; siempre la misma respuesta: ¡Ah!

Lo que se desprecia no existe, y como tenemos despreciada nuestra historia, tenemos perdida la identidad y embotados los sentidos, sobre todo el sentido común de saber apreciar cuál es nuestra mayor y mejor riqueza. ¿Sabían, por ejemplo, que el cirujano de Catalina de Aragón y Enrique VIII de Inglaterra era de Rioseco y se encuentra enterrado en su monasterio de San Francisco? No se acomplejen. Nadie lo sabe. Aquí nadie sabe nada.

Otro gran ejemplo de olvido es don Juan de Austria. En cualquiera parte de Europa, la villa de Villagarcía estaría basando hoy su urbanismo y su política de 'marketing' en él. Toda la zona estaría repleta de recuerdos suyos, auténticos y falsos. Aquí no. ¿A quién le interesa? Está muerto.

Ramón García lo ha sacado de la famosa arca cerrada de los buenos paños para que sintamos vergüenza de esa nuestra ignorancia. Ramón con dibujos de Jesús Redondo, en los que los curiosos pueden contemplar, por ejemplo, la antigua fachada del convento de San Francisco de la plaza mayor. Un libro -'Yo, Jeromín-, que debería ser obligatorio en las escuelas y en los institutos de Tierra de Campos. Por nada. Por eso. Porque algo siempre queda. Porque es nuestra memoria.

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